17 septiembre 2012

Cuento con dos autores


   Pese a que en el bar no cabía ni un alma más, él se había sentado fuera de la distancia-beso. La distancia-beso es ésa indeterminada cantidad de espacio en la que debes colocarte si quieres besar a alguien por primera vez: si estás fuera de esa medida, tu movimiento de aproximación será tan largo, descarado y lento que la otra persona tendrá tiempo de reaccionar... y podría reaccionar en tu contra. 
Pues bien, él, torpemente, se había colocado fuera de ése espacio. Hablaban de todo un poco, los habituales temas generales de una primera cita: nada demasiado frívolo, nada demasiado profundo, cuando un muchacho con prisa por salir le empujó con la cadera: él se venció hacia delante y aprovechó el impulso para juntar sus labios con los de ella, que le acogieron suaves, generosos. Él apoyó una mano en su rodilla. Ella le acarició el hombro. Pararon un segundo para coger aire. Ella retomó el beso. Las manos bajaron ambas a la cintura y siguieron besándose.
   Cuando abrieron los ojos no quedaba nadie en el bar. Los taburetes estaban ya encima de las mesas, el suelo ya había sido barrido y el camarero se fumaba un cigarrillo pacientemente en la puerta del local.

Tiempo de juego


Campo de' Fiori estaba inusualmente desolada. Ni rastro de los grupos de jóvenes que se sentaban bajo la sombra de Giordano Bruno a beber cerveza; tampoco las terrazas de los bares que rodean la plaza tenían clientes. Era lunes, era de noche y llovía en Roma. Era, en concreto, el lunes 29 de noviembre de 2010. 
Yo andaba sin un duro. Para ver el Barça-Madrid había que entrar a un bar y consumir y
 no tenía ni para eso: estaba a fin de mes y la paga de mis padres hacía tiempo que se había consumido y encontrar trabajo era casi una utopía. No podía perderme el primer duelo liguero entre Guardiola y Mourinho, así que me abrigué bien y me coloqué en un portalito de la plaza contiguo a un bar con wifi gratis. Así podía acceder a internet con el móvil y oír el partido en la web de alguna radio española.
Apenas había luces en la plaza. Se distinguían, al fondo, los quioscos de flores y detrás de ellos el escaparate tenuemente iluminado de una pastelería. De vez en cuando cruzaba una pareja intentando guarecerse de la lluvia bajo un paraguas, aunque no les servía de mucho por culpa de las rachas de viento. Yo me fijaba en todas esas cosas para no pensar en el desastre que se cernía sobre mi equipo. El Barça había salido en tromba y los de Mou estaban desbordados. Yo no sabía qué hacer para contener los nervios: si me movía perdía la conexión wifi y, para colmo, me hubiera calado. Preso como estaba en el portal sólo pude optar por tamborilear con el dedo sobre mi pantalón vaquero. Pero a los 10 minutos de partido se me acabaron los nervios: el narrador gritó que Xavi había recibido un pase de Iniesta para batir a Casillas con tranquilidad. Sólo 10 minutos. Puff. Supe que nada bueno podría ocurrir aquella noche.
Aquello era una tortura: lluvia, frío y los extremos del Barça asesinando a mi equipo. No podía soportarlo. Tal era así que cuando se quedó el balón suelto en el área y Pedrito se disponía a empujarla me arranqué los cascos con rabia. Entonces pude escuchar con claridad una voz femenina gritando un “goooooooooooooool” largo y sentido. La palabra llenó el ámbito de la plaza y enseguida desapareció. Desde mi posición no pude ver nada, ni siquiera levantándome. Allí la única persona a la vista era un camarero que miraba distraído la pantalla de su teléfono. Pensé que se trataría de una de las muchas estudiantes españolas que poblaban Roma viendo el partido en una habitación alquilada en la plaza. No le dí más importancia y me concentré en el partido, como si pudiera empujar con la mente el balón dentro de la portería de Valdés. No sé si influí o no, pero al poco el temporal sobre el césped del Camp Nou había amainado. 2-0 al descanso. Aún había esperanza.
Pero Villa, al inicio de la segunda parte, se encargó de destrozar todas mis ilusiones. Dos goles como dos relámpagos certificaron el naufragio del Madrid. Desconecté la radio, recogí los cascos, me puse en pie, subí al máximo la cremallera del abrigo y comencé a caminar en dirección a mi casa bajo el chaparrón. Andaba cabizbajo, llorando, cuando un “síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii” casi idéntico al “gol” de antes llamó mi atención. Alcé la vista y la ví. Era una chica morena, con el pelo rizado, delgada, vestida con un vaquero y un cortavientos rojo muy ajustado. Corría hacia el centro de la plaza con los brazos abiertos, simulando el vuelo de un avión, celebrando el gol como lo hacía Ronaldo. Luego paró, apenas a un par de metros de donde yo estaba, alzó la cara hacia el cielo y dejó que la lluvia que anegaba la Ciudad Eterna le bañara el rostro sonriente. Entonces me vio allí, congelado, embobado, enamorado ya para siempre. Se acercó. Me miró un par de segundos, analizándome.
-¿Lo de la cara es lluvia o son lágrimas?-, me preguntó al instante.
Dije la verdad.
-¿Madridista?
Asentí con la cabeza. Se quitó un auricular de la oreja y me lo tendió.
-¿Quieres escuchar lo que queda de partido conmigo?
-Bueno, va -dije tras unos segundos de duda.
Ella misma me colocó el auricular y comenzó a andar. Se dirigió hacia un portal que estaba en el costado opuesto del bar en el que había pasado yo la noche. Me miró y dijo:
-Es que estoy sin pelas y no podía verlo en un bar, así que me he venido aquí a robar internet para poder escuchar alguna radio española...

02 noviembre 2011

La lectora

En el pueblo todos los mozos me dijeron que me iba a cambiar la vida, pero creo que ellos nunca sospecharon hasta qué punto iba a ser así. Supongo a que se referían a que no tendría que esperar a que fuera miércoles y el cine itinerante llegara a la aldea de al lado para ver una película o a que tocaría con mis manos las paredes del Santiago Bernabéu. Era el verano en el que cumplí 18 años. Y mi primera decisión como mayor de edad fue dejar atrás la aldea, la huerta y las cuatro vacas de mi padre e irme a vivir a Madrid con mamá, que se divorció cuando se dio cuenta que el atractivo granjero no era más que un paleto fuerte, guapo, a veces tierno y casi siempre violento. En el pueblo trabajaba de cartero y mi jefe, al enterarse de que me mudaba a la capital, me consiguió un trabajillo temporal en Correos. Pero yo lo que quería era estudiar.

Así que llegué a Madrid en autobús, a la estación de Méndez Álvaro. Mamá no pudo ir a buscarme porque trabajaba, pese a ser sábado, pero me dio las instrucciones para llegar fácilmente a casa: nada más bajarme del coche de línea debería entrar al hall de la estación, buscar un cartel con una M enorme de Metro y andar para allá. Pagar el euro y medio del billete sencillo y buscar el tren de la línea 6 que fuese hasta Pacífico, allí salir y cambiarme a la línea 1 hasta Sol y, de nuevo, bajarme para encontrar la línea 2, que me dejaría en Quevedo, en casa. Recuerdo el pavor que me daba esa maraña de información, de trenes en dos direcciones, ése lío total. Estaba convencido de que acabaría perdido, pero la voz de mamá en el teléfono diciéndome que estuviera tranquilo, que era un chico muy listo y que lo haría bien y que, si no me aclaraba que no tuviera miedo a preguntar, me tranquilizó tanto que al final no me quedó otro remedio que moverme por el subsuelo de Madrid como si fuera un experto.

Era un día de inicios de julio y la calle parecía un horno. Con el paso del tiempo me acostumbré, pero me dejó alucinado cuando sentí por primera vez que la suela de las zapatillas se quedaba pegada al asfalto de la carretera que separaba la boca de Metro de mi portal. Allí en el pueblo nunca hacía tanto calor y, bueno, como casi todos los caminos eran de grava no había manera de sentir aquello. Entré en casa con la llave que me había dado mamá, como único regalo, en las últimas Navidades. Dejé caer la mochila en el recibidor, sin mirar dónde iba a parar, y me apresuré a abrir todas las ventanas para intentar que entrara algo de aire que sofocara el calor: primero abrí la puerta corredera de la terraza del salón, luego la cristalera de la cocina, después la ventana de la habitación de mamá y por último entré en mi cuarto. Ni reparé en los muebles o la decoración y enfilé el camino hacia la puerta del balconcito. Lo abrí, me asomé y me hizo gracia que justo en el edificio de enfrente hubiera un balcón idéntico al mío: un espacio pequeñito en el que si ponías una silla las dos patas traseras quedarían dentro de la habitación y las dos delanteras, fuera, y con la misma barandilla de forja negra. Entre ambos balcones había un árbol y si soplaba mucho el viento las ramas tapaban parcialmente la vista. Esa pequeña masa verde era lo único en que se parecía al paisaje del que disfrutaba en el pueblo, pero nunca tuve nostalgia porque aquel valle le tenía ya muy visto.

Me eché la siesta esperando a que volviera mamá para comer. Me despertó ella llamándome al móvil. Tenía lío en el trabajo y no llegaría hasta bien entrada la tarde. Me dijo que había un par de pechugas de pollo en la nevera, por si tenía hambre. Eran más de las cinco y no había comido nada desde las 7, pero no tenía gana. Deshice la mochila, ordené la ropa en mi nuevo armario, abrí todos los cajones de la casa. Puse la tele. La apagué. Me aburría mucho. Pensé en salir a dar un paseo. Pero tuve miedo de perderme y además hacía mucho calor. Tuve una idea: si Mahoma no iba a la montaña... Arrastré la banqueta de debajo del escritorio hasta el mismo borde del balcón y me senté a ver Madrid. Pero no había nada, sólo cemento, sol que se multiplicaba en los cristales, coches aparcados, una calle desierta, y una ráfaga de viento que, a ratos, traía sonidos inexpertos de piano. Se me saltaban las lágrimas. La soledad es mucho más dolorosa sin una vaca que te escuche mientras la ordeñas, pensé. Estaba allí sentado, con las piernas estiradas, mirando al vacío, pensando que quizá me había equivocado viniendo a Madrid, cuando el aire movió una rama y descubrió en frente de mí un pequeñito par de pies, que terminaban en unas uñas rojas y que salían de unas piernas morenas, suaves y bien formadas que decoraban el balcón clónico en el que me había fijado nada más llegar a casa. Desde mi posición no llegaba a ver más, por mucho que me ladeara y moviera la cabeza, así que le dí una coz a la silla y me senté en el suelo. Ahora sí tenía el campo de visión libre y no podía ser mejor: la chica estaba recostada sobre un cojín marrón enorme, con los pies en el borde superior de la barandilla y la cabeza sobre el quicio de la puerta. La fuerza de la gravedad hacía que el camisón, rosa y amplio, descansara a ras de suelo y que yo, desde mi habitación, pudiese admirar en todo su esplendor los gemelos, los muslos y el trocito blanquísimo de tela que separaba ambas nalgas. Se me vinieron a la cabeza los bollos suizos con nata que había en la panadería de mi pueblo y lo que me gustaba acercármelos a la nariz y sentir su olor a colonia infantil antes de devorarlos siempre según un estricto orden: primero la nata central, que me manchaba toda la cara, y luego el bollo de dentro a fuera. Algo se me tensó en la tripa y pensé que si ella me veía allí, espiándola, me moriría de la vergüenza. Pero no supo de mí porque estaba muy concentrada en leer un libro pese al sol que rebotaba en las páginas y dañaba un poco a la vista. La chica apenas se movía: a veces el pie izquierdo descansaba sobre la rodilla derecha, a veces al revés, cada cierto tiempo bebía agua de una botellita de plástico que había junto a sus chanclas de dedo. Alguna gota se le escapaba y caía en el pecho brillando una décima de segundo antes de ser absorbida por la piel. Cada imperceptible cambio de postura suyo producía un cataclismo dentro de mí y me sentí un necio por haber añorado, minutos atrás, la compañía de las vacas.

Mientras ella estuvo en su balcón yo estuve en el mío. Luego se marchó y yo me tumbé en mi cama, desnudo, a recordarla. En el pueblo no había chicas así de bonitas. Creo que, ni siquiera, había chicas que leyeran un libro. Y me sentí afortunado. Así se lo hice saber a mamá cuando vino, cerca de la medianoche, con su extraño olor a enjuague bucal y sus altísimos zapatos de tacón. Se alegró, me dijo, de que lo hubiera pasado bien pese a estar solo, porque en los próximos días ella iba a estar ajetreada. «Ya te dedicaré más tiempo», me dijo. Y no tuve ninguna prisa por que lo hiciera.

Al día siguiente, domingo, bajé en busca de una panadería para comprar algo para el desayuno. Al salir del portal alcé los ojos, involuntariamente, al balcón de la chica lectora. Allí no había uñas rojas ni muslos suaves, sólo dos pesadas contraventanas marrones de madera que hacían la vez de persianas. Es pronto, pensé, y me fui a investigar por las tiendas. Encontré un horno que vendía cruasanes calientes que se desmigajaban con sólo cogerlos. Compré 10 y me comí la mitad en el camino de regreso a casa. Volví y vi que no había leche en la nevera y, por primera vez, me planteé qué tipo de madre era mamá. Bajé, de nuevo, en busca de leche para el desayuno. Pero yo era nuevo en Madrid y no sabía que en un domingo de julio era imposible encontrar algo abierto, más allá de unas pocas panaderías y farmacias de guardia. Callejeé hasta que me perdí y no vi dónde comprar leche. Como no sabía volver a casa pregunté por la parada de Metro de Quevedo y siguiendo las indicaciones que había recibido me topé con un cartel que decía «ALIMENTACIÓN» en letras rojas sobre un fondo blanco. Vi que estaba abierto y entré: me costó encontrar la leche en las abigarradas estanterías. Cuando fui a pagar me percaté de que la tendera era una mujer china y me quedé helado. Me di la vuelta, dejé la botella en su sitio y me fui. No sabía qué tipo de leche bebían los chinos y no quise arriesgarme.

De vuelta a casa cogí los cruasanes y me los llevé a mi cuarto. Puse la silla en el balcón y miré a la habitación de la chica lectora. Seguía cerrada a lodo y piedra. Comí los cruasanes procurando que las migas cayeran dentro de la bolsa de papel marrón en que me los habían despachado. Al terminar el último me lamí de los dedos las láminas de hojaldre que se me habían quedado pegadas, esperé un par de minutos más a mi vecina y como no hubo cambios en la escena, me fui al salón a ver la tele. No había nada decente que ver y acabé enganchado a Teledeporte: vi una repetición del Cross de Itálica. Cuando terminó, volví a asomarme a mi balcón. Nada. Y de vuelta al salón. Vi un resumen de la jornada en la liga inglesa de rugby. Balcón, sin novedad en el frente. Más tele. Así estuve varias horas hasta que, a eso de las tres se abrieron las contraventanas con estruendo de madera vieja. Tras unos segundos eternos salió ella, con una camiseta blanca de lunares negros que le quedaba grandísima. Llevaba el pelo mal recogido en lo alto del cráneo, los labios pintados de rojo intenso, unas gafas enormes de concha a punto de deslizársele de la nariz al suelo y el teléfono en la mano derecha. Se desperezó y puso el móvil a la altura de su oreja derecha. Madrid dormía la siesta y sus palabras reverberaron en el calor. «Choooo, ¿qué hases? ¿Servesita en La Latina luego? Bueno, dehspuéh te llamo, que ehstoy de resaca, y te digo, ¿vale,  morena?», dijo con el cuerpo vencido hacia delante, acodada en la baranda. La camiseta era tan amplia que pude ver sin mucho esfuerzo sus pechos, pequeños y redondos, apuntando con los pezones al asfalto que se extendía varíos metros por debajo de sus pies. Colgó, se colocó las gafas y fue devorada por la oscuridad de su habitación. Yo volví a mi cama, me quité el pijama con furia y demoré toda la tarde en recomponer en mi mente la totalidad de un cuerpo que había visto en imágenes parciales.

Llegó el lunes y me incorporé a mi trabajillo de cartero. Me explicaron un poco y me dieron un mapa. Poca diferencia entre ser cartero aquí y serlo allá: ir andando empujando un carrito en lugar de la moto, y poco más. Trabajé, volví a casa, me encontré con una nota de mamá diciendo que volvería a llegar tarde y me asomé al balcón. Pero no hubo suerte. Ni al día siguiente, ni al otro, ni el jueves o el viernes. Esas tardes me ponía de mal humor, porque sabía que era estúpido estar allí asomado sin que pasara nada, pero no tenía amigos con los que distraerme y perder así el tiempo me hacía más palpable mi soledad.

Pero por suerte, existían los sábados. Después de comer ella sacaba al balcón su cojín marrón y su libro e invertía la tarde en leer, tranquila, relajada, ajena a que, apenas 10 metros más allá, yo invertía mi tarde en leer cada centímetro suavísimo de su piel, en imaginar la consistencia de sus nalgas morenas en mis manos o en fabricar hipótesis acerca del sabor de su ombligo. Ella leía hasta bien entrada la tarde, momento en el que volvía a su cuarto para preparse para la fiesta de la noche. Muchas veces la veía pasar a través de los cristales, con el pelo negro mojado y sólo vestida por unas bragas, llevando en la mano vestidos que transportaba de un punto a otro de la habitación. Después desaparecía de mi vista por un tiempo y volvía a aparecer al salir del portal, arreglada ya, guapísima, camino de la diversión. Muchas veces pensé en seguirla discretamente, o lo más discretamente de lo que fuera capaz, pero me aterraba que me descubriera. ¿Qué la diría cuando la tuviera enfrente de mí? ¿Soportaría que me insultara? ¿Y si la veía besándose con otro? No, no, no. Sabía que no tenía nada que ganar y, en cambio, podría perder lo único que me alegraba mis días.

Así pasaron varios meses. Me renovaron en el trabajo, mamá siguió siendo una sombra en casa y yo continué sin amigos. Los días laborales pasaban lentos y desagradables como zombies: yo los aprovechaba para prepararme el acceso a la Universidad. Pero cuando llegaba el fin de semana volvía la felicidad a mi vida. La vecina seguía empeñada en leer en el balcón y yo rezaba porque siempre fuera así. Me percaté de la bajada de las temperaturas porque cada vez ella iba un poco más tapada. Al principio me frustró, aunque me di cuenta de que prácticamente cada centímetro de su anatomía estaba registrado en mi memoria: era divertido jugar a imaginarse, bajo las capas de ropa, el código de barras tatuado que le adornaba un costado o el lunar del muslo izquierdo. Tenía su cuerpo, tenía mi cuerpo y una separación insalvable de unos diez metros, nada más. Pero era razonablemente feliz.

Un día de finales de mayo la suerte quiso que tuviera que entregar un paquete en el bloque de mi vecina. Entré al portal y comprobé que el edificio de mi casa y el suyo eran gemelos. Mejor dicho, eran como la imagen reflejada en un espejo: lo que en el mío estaba a la izquierda en el suyo estaba a la derecha. Así, si yo vivía en el segundo B, su casa debería ser el segundo A. Miré en el buzón y el corazón me dio un salto de alegría: «Adriana Faverio Vera». Sonaba bien, sonaba cálido, y a ella le pegaba mucho tener un nombre cálido. De vuelta a casa me topé con el escaparate de una librería y se me encendió la bombilla.

-Buenas tardes. Quiero un buen libro-, dije a la dependienta.
-Estupendo- me contestó- ¿Algo en concreto? Un autor, un estilo...
-No sé, yo no leo-, respondí avergonzado. Noté su cara de desconcierto. - Es un regalo para un chica-, expliqué.
- Ahhh... Algo romántico quizá-. Quedó en espera de mi respuesta. Yo puse cara de pensármelo mucho- Sí, supongo que será lo mejor- concluyó ella, convincente.

Se fue. La vi buscar entre un par de estanterías. Volvió con El amor en los tiempos del cólera, y me lo tendió amablemente para que diera mi aprobación. Yo no tenía ni idea, pero vi que el libro era gordo y que a Adriana le llevaría su tiempo acabarlo. Me lo quedé. Me fuí, pero la dependienta me vio asomar la cabeza por la puerta.

-¿Es demasiado empalagoso?-, grité.
-No, no, tranquilo. Quedarás bien-, dijo guiñándome un ojo.

De vuelta a casa dibujé un pequeño corazoncito en la primera hoja en blanco que encontré en el libro, lo envolví, lo metí en un sobre, puse la dirección postal de Adriana y un sello y lo bajé al buzón de Correos.

Pasé los días siguientes excitado, llegando antes que nadie a la oficina. Entraba y me iba directo a los clasificadores donde los chicos del turno de noche nos habían dejado preparado el reparto del día. Revisaba todo mi material y como no encontraba el libro, fisgaba los clasificadores de los otros repartidores. En una de esas cacé mi sobre, y me lo quedé. Ése día hice el reparto a toda mecha, volando por las calles como si se tratase de una competición o me esperara un premio al final de la jornada. A las 13 ya lo había entregado todo menos el libro. Me fui a mi casa. Me afeité. Me duché, con doble pasada de jabón por cada molécula de mi piel. Me rocié de perfume. Me peiné con una raya escrupulosamente recta y fijé el peinado con una laca que tenía mamá en el cuarto de baño. Me corté las uñas. Planché mi uniforme. Abrillanté los zapatos (siempre iba con zapatillas, pero esta ocasión era especial). Me miré dos millones de veces en el espejo. A las 14:30 salí de mi portal echo un pincel, con el libro latiéndome en la mano derecha. Crucé la calle. Entré a su portal. Subí una escalera idéntica a la que acababa de bajar. Me planté frente a su puerta. Tomé aire. Lo solté. Me quité una gota de sudor de la frente. Tomé más aire. Apreté el timbre. El ding-dong sonó largo, prolongado. Me latía el corazón, mucho. No percibí respuesta. Esperé unos segundos. Volví a pulsar la campanilla. Tampoco hubo respuesta. Me senté en un peldaño de la escalera, desconcertado. No entraba entre mis planes no verla, no comparar su olor de verdad con el de mis pensamientos. Quería llorar. Creo que lloré (sé que lloré, pero poco). Pensé en esperarla allí hasta que viniera. «Qué cartero más profesional», pensaría ella. Sí, sí. La esperaría. Me puse cómodo en mi precaria silla. Respiré. Di vueltas al libro. Me levanté de un salto y bajé las escaleras a todo trapo. «Qué tarado más raro», repetía Adriana en mis pensamientos al llegar a casa y verme allí sentado como un pasmarote, esperándola.

Recuerdo que esa tarde fui incapaz de memorizar ni una sola palabra de mis apuntes preparatorios para el acceso a la Universidad. Sólo me veía a mí haciendo el rídiculo, odiándome por pensar que ella iba a estar allí para mí. Los demás días sucedió igual. Llegó el sábado y pensé que esta vez no me asomaría al balcón. ¡Si ella no quería verme, yo tampoco quería verla a ella! Me quedé en el salón y me obligué a ver bádminton en Teledeporte. Un deporte magnífico, pensé, ¡qué excitante, qué divertido!, me dije.

A los tres minutos salí corriendo hacia mi cuarto y abrí las contraventanas de un violento empujón. Allí estaba Adriana, florecida con el sol del incipiente verano, en camisón, nada más, con su libro y su dulcísimo culo. Ahhh, suspiré, y se me evaporaron todos los malos pensamientos.

Al lunes siguiente volví a repartir todos mis paquetes en un santiamén para poder prepararme para ella. Me engalané, de nuevo, y volé sobre la calle que separaba nuestros portales, mirando, de reojo, su balcón cerrado. Subí los escalones de tres en tres y me planté ante su puerta. Recuperé el aliento. Me coloqué un mechón de pelo que había escapado a la laca. Cerré los ojos dos segundos. Los abrí y pulsé el timbre. Respondió el dilatadísimo ding-dong. Noté el sudor brotando a mares de mis poros. El edificio estaba en silencio. Miré el reloj y pasado el minuto, me di la vuelta, cabizbajo, arrastrando los pies. Cuando iba por el segundo escalón hubo un estruendo de cerrojos abriéndose. Me quedé petrificado. Crujió la puerta al abrirse. «Dhisculpe, señor. ¿Llamó uhsté?», dijo ella con un acento dulce como el plátano de Canarias. Me volví y me planté a un metro suya. Iba en camiseta, blanca y amplia, sin sujetador. Estaba comiendo una manzana. La miré a los ojos y me sonrió con un millón de dientes blancos enmarcados por unos adorables hoyuelos en las mejillas. Me ví en mi mente dándole un manotazo a la manzana, acorralándola contra la pared y besándola como nunca lo habían hecho. Volví en mi ser y, con mucha profesionalidad, como si aquel nombre no resonara en mi cabeza a cada minuto, leí el sobre. «¿Es usted Adriana Faverio?». No esperé a la contestación, porque la conocía de sobra. Alargué la mano y le dí el paquete. «Viene sin remitente», apunté y ella enarcó las cejas como toda respuesta. Me di la vuelta y enfilé las escaleras. Cuando casí alcanzaba el primer piso un «grasias, caballero» me cayó como maná del cielo.

Esa semana anduve muy alborotado. Mamá, el día que se dejó ver por casa, me preguntó que qué me pasaba, que me veía nervioso, y antes de que la pudiera mentir se había puesto a hablar por teléfono con no sé quién. Yo, cada dos minutos me asomaba a ver si mi vecina estaba allí leyendo. Sabía que no iba a ser así, pero cabía una remota posibilidad que yo debía de comprobar. Como no la veía me tumbaba en la cama a recordarla, a pensar en el sabor a manzana de su boca, y se me volvían a tensar todos los músculos del cuerpo. El bendito sábado llegó y me trajo como regalo a Adriana, en su balcón, de nuevo. Casi me da un síncope al ver que entre las manos tenía El amor en los tiempos del cólera... ¡Mi libro! ¡En su regazo! Un trillón de pensamientos explotaron en mi cabeza: a veces nos veía recién casados, otras en cambio me tiraba el libro a la cabeza al pasar bajo su balcón para ir a por el pan y, en la mayoría, hacíamos el amor. Esa misma tarde fui corriendo a la librería de la otra vez y, según me vio entrar, la dependienta preguntó «¿Otro libro romántico, señor?», a lo que respondí que no con la cabeza. Luego rectifiqué levantando dos dedos de la mano derecha. La chica de la tienda dejó escapar una sonrisa irónica y me despachó dos buenos ejemplares.

Al llegar a casa abrí uno de ellos y en la hoja de cortesía dibujé, esta vez, dos corazones. En el otro, pinté tres. Luego preparé los paquetes y los facturé.

Cuando al martes siguiente encontré ambos libros en mi clasificador, me percaté de que no tenía forma humana de saber cuál era el de los dos corazones y cuál el de los tres. Podía, claro, abrir los sobres, sacar los libros y volver a meterlos en paquetes con dos pequeñas marcas en cada esquina. Pero me moría de impaciencia por volver a tener a Adriana frente a mí, así que resolví entregárselos a la vez.
Esa tarde, tras mi ritual de acicalamiento, me coloqué frente a su puerta con los dos paquetes en mi mano izquierda. Apoyé el dedo anular derecho en el timbre y un segundo antes de pulsarlo me quedé congelado. Sin duda ella debe ser muy inteligente, pensé, y con tanto libro como ha leído no tardará en darse cuenta del pastel, proseguí. ¿Y si por entablar conversación me pregunta cuál es mi pasaje favorito de El amor en los tiempos del cólera...? Me invadió el pánico. Preví mi humillación, mi ridículo y huí de allí. No podía arriesgarme a perderlo todo. Tenía que estar preparado, me dije, y corrí a la Biblioteca Pública a buscar la obra en cuestión.

Invertí las tres tardes siguientes, y sus respectivas noches, a empollarme el libro. No salía de mi cuarto ni a cenar. Lo leí una vez muy sesudamente, intentando que cada palabra se quedara grabada a fuego en mi cerebro, y una segunda vez más a la ligera, por confirmar detalles. Cuando me sentí lo suficientemente preparado para aprobar el examen, me planté de nuevo frente a su puerta. Llamé con los nudillos, no sé por qué, y repasé los últimos detalles de la novela de García Márquez. Adriana abrió y el brillo del piercing de su nariz se me clavó en las retinas. Me sonrió con dulzura. «Está de suerte, Adriana», dije con voz grave (y falsa), y puse ambos paquetes a la altura de sus ojos. Ella se encogió de hombros, me arrebató los libros y cerró sin siquiera preguntarme qué pensaba yo del personaje de Florentino Ariza. Pero no bajé la guardia: al salir de su portal anduve camino de la Biblioteca Pública y me hice con un ejemplar de la novela de los dos corazones y otro de la de los tres.

Hubo un cuarto libro, claro. Y un quinto. Y un sexto, porque yo comprobaba con fruición que los sábados ella salía al balcón con mis regalos entre sus manos. Al entregarle el que tenía siete corazones pintados ocurrió algo pasmoso. Adriana cogió el sobre e inspeccionó cada centímetro del mismo. Hizo un adorable mohín con la cara y me preguntó: «Oiga, caballero, ¿hay manera de saber quién me manda ehsto?». Quise decirle que era yo, que todo el mérito era mío, que me tenía para lo que quisiera... Pero no lo hice. En cambio negué con la cabeza, hice un gesto de impotencia con las manos y le dije que lo sentía.
Pasaron un montón de libros sin que cambiara nada más que el clima, la longitud de su cabello y el modelo de camiseta en el que me abría la puerta. Su educada sonrisa llegaba siempre fiel a la cita y, nunca, nunca, nunca, llevaba sujetador cuando me recibía. Pensé en regalarle uno, como si de una baliza de control se tratara: si tras recibirlo lo llevaba la siguiente vez que fuera a hacerle una entrega, es que me había descubierto. Si no, es que seguía en el anonimato. Llegué, de hecho, a comprarle uno negro, de encaje, muy bonito. Pero me arrepentí. Quizá algo tan íntimo la asustara y la próxima vez ya no quisiera recibir más libros de ése vicioso que le regalaba ropa interior. Como me dio pena tirar el sujetador decidí meterlo en el hiperpoblado cajón de la lencería de mamá.

Al darle el de los 21 corazones, Adriana me sonrió más de lo normal.

-¡Qué bien peinado que me va siempre uhsté! ¡Y qué bien afeitado! ¡Así da guhsto!- dijo ella, sin darle importancia a la bomba que estaba lanzando.

Diría que me quedé congelado, pero el humo que emanaba de mis orejas denotaba que mi temperatura había alcanzado varios cientos de grados. No dije nada. No reaccioné. No me moví siquiera. Entonces ella me frotó con su mano derecha el antebrazo izquierdo, como queriendo insuflarme la vida que había perdido. Volví en mí.

-Gracias-, acerté a decir. Y tras unos cuantos segundos añadí:- ¡Guapa!

Cuando ella cerró la puerta sopesé seriamente la opción de tirarme por el hueco de las escaleras como única manera de vencer la vergüenza que me invadía.

Así, entre libros y balcones, vinieron muchos días y luego se volvieron a ir hasta que llegó ayer por la noche. Trataba de dormir cuando una idea ocupó todo el espacio de mi cerebro como un airbag que explota en un coche demasiado pequeño. Me levanté y encendí el ordenador. Descarté un par de inicios demasiado cursis y bobalicones hasta que di con algo que me gustó. Tecleé y tecleé y las palabras me trajeron hasta aquí mismo.

Ahora lo imprimiré. Lo graparé, dibujaré 28 corazones, lo meteré dentro de un sobre sin sello y te lo entregaré en mano.

Adri, ya sabes quién te regala los libros. Soy yo, el cartero repeinado. El que te acaba de dar esto hace unos minutos. El que espera sentado en tu escalera a que abras la puerta y me invites a pasar y a comerme una manzana.

24 abril 2011

Una historia real

Os voy a contar una historia real que me pasó en mis días en Noruega:

Todos los días, cuando terminaba de cortar el césped en el campo de golf, iba a pescar al muelle de la fábrica de pescado y allí siempre coincidía con un señor mayor, de pelo muy blanco y ojos azules que vestía ropa que le correspondería a alguien 30 años más joven que él. Era sueco y hablaba un perfecto inglés (y algo de español), así que acabamos teniendo largas charlas mientras cogíamos alguna que otra caballa. Había sido un importante ejecutivo  de Volvo y había viajado por todo el mundo. Ahora estaba jubilado y pasaba gran parte de su tiempo en las Islas Lofoten, pescando y tomando el sol de medianoche.

Un día, mientras estábamos sentados al borde del muelle y nuestros pies colgaban varios metros por encima del agua gélida del fiordo, me puso la mano en el hombro y me preguntó:

-Hijo, si te mandaran a una isla desierta y sólo pudieras escoger una cosa, ¿qué te llevarías?.

Rápido contesté:

-Una mujer que me gustara.

Negó con la cabeza. Se rió. Esperó a sacar del anzuelo una caballa recién robada al mar. Y dijo:

-Error, hijo. La respuesta es un libro. Al libro tú no tienes que gustarle para que te haga feliz. 

18 marzo 2011

(San)Juan María

El Padre Juan María era la prueba viviente de la existencia de Dios y de que el amor por él todo lo puede. Cuanto más cuesta arriba se le puso el camino, más amó a sus prójimos, más gracias dio al Altísimo y, aunque no debiera decirlo, mejor párroco fue. Antes de la enfermedad, Don Juan María era un sacerdote serio, austero. No era muy querido dada su poca predisposición a la vida social, aunque los feligreses, sobre todo los más mayores, apreciaban su ortodoxia y rectitud. A mí, su acólito, me trataba con respeto, pero con frialdad y eso que nos unía cierto compañerismo de forasteros: él era de Ciudad Real y yo, de Albacete. Es decir, dos manchegos en Calamocos, Castilla León. Al principio de nuestra relación hablaba poco, lo justo para hacerme ver qué necesitaba de mí. Con los vecinos, lo mismo: sólo conversaba si el tema giraba en torno a Dios, al alma, el pecado o la moral. Nunca se le vio tomando un chato de vino en el bar, pese a la insistencia de los feligreses, ni comentando las novedades de la política o el deporte. Tampoco era como otros religiosos, dados a la glotonería, y que Dios me perdone por acusar a mis hermanos. Quizá la única distracción que se permitía era fumarse un pitillo de Pascuas a Ramos. Tenía un sobrecito con tabaco de liar y un librillo: se hacía los cigarros muy finos, sin filtro, se los fumaba en la parte de atrás de la Iglesia y, la verdad, nunca me pareció que los disfrutara mucho.
Pero de sólito se quejaba de dolor de espalda y yo siempre pensé que ésa era la razón de su malhumor, porque una cosa es vivir en Dios y otra distinta es estar amargado. Juraba en arameo, en voz muy bajita, casi a cada movimiento. Hace cosa de un año el dolor se propagó hasta las piernas y los brazos, llegando a un punto insoportable para él y para mí, que me hacía la vida imposible. Le pedí que fuera al médico y, muy a mi sorpresa, me hizo caso: llevaba 17 años en Calamocos y era la primera vez que visitaba al galeno. Se fue a la consulta un lunes, bien temprano, y no me dejó acompañarlo. Regresó antes de lo esperado, con un humor más sombrío de lo normal.
-¿Qué clase de médicos salen ahora de las facultades?-, me gritó nada más verme, como si yo tuviera alguna culpa.
-Pues... no sé. ¿Por qué lo dice?-, pregunté con cierto miedo dado su enfado.
-Ése que hay ahí en la consulta ni es médico ni es ná. Es un hippy, un desastrado, un... un... un...- El Padre Juan María se atascaba entre su ira- Un... andrajoso. ¡Eso es! Parece un pordiosero... ¿Ése me va a curar a mí?
-Ahh, Tino, sí. Pues es muy buen médico. Yo tenía...- Juan María me atravesó con la mirada y no seguí hablando puesto que parecía que le ofendiera que alabara las dotes del galeno.
-Además, ¡será su segundo día de trabajo!
-No, Padre- apunté- Lleva en la consulta cinco años.
-No será así cuando no le he visto por la Iglesia nunca...-, argumentó mi superior.
-Lo mismo no es creyente.
-¡No hay ciencia sin Dios!-, dijo, mientras la punta de su furioso dedo índice derecho se clavó en el cielo de la habitación.
-Padre, Padre, bueno, tranquilidad. ¿Qué le ha dicho el médico?-, zanjé.
-¡Nada! Según le vi con esos pelos, esa barba y esa camiseta de colorines, me fui.
-No es muy piadoso prejuzgar, Padre-, me atreví a decir. Y añadí:- Además, no le queda otra que confiar en él. Con tantos dolores no se puede servir bien a Dios.
-De verdad, es usted una mosca cojonera. No sé qué es peor, el dolor o escucharle-, soltó Juan María y aquello fue lo más parecido a una palabrota que le oí decir en su vida.
-Escucharme, sin duda. Así que monte en el coche, que le llevo a ver al médico-. Nos miramos con cara rara, porque eso de que yo le diera órdenes a él era nuevo para ambos.
-¿Al hippy ése?-, rezongó mi superior.
-Por ahora, no hay otro-, dije, mientras le empujé camino del coche.

Una vez en la consulta a Juan María parecía molestarle más tener que darle explicaciones a aquel melenudo que el propio dolor. Pero Tino hizo su trabajo con gran profesionalidad, obviando la animadversión que le profesaba su paciente. Le exploró de arriba a abajo, tocando todos los músculos de la espalda, primero, y los del abdomen después, y un poco más tarde los de las piernas, en busca de la causa del dolor del párroco. Como no encontró nada no tuvo más remedio que enviar a Juan María al hospital provincial para que le atendiera un especialista. Cuando salíamos, Tino me dijo que quería hablar un segundo a solas conmigo.
-Carlos, ¿suele vomitar Juan María?
-No, que yo sepa. ¿Por qué lo dice?-, repregunté.
- Pues... cuando el dolor no tiene una evidente causa física, la culpable suele ser una causa... mmm, digamos, química...-. Dudó un par de segundos y en ése lapso su rostro se volvió sombrío- Ojalá me equivoque, pero parece cáncer. Y grave.

Y lo que vieron los encorbatados médicos del hospital, tras una miríada de pruebas y análisis, fue lo mismo que los ojos rojos de Tino: Juan María sufría cáncer de huesos, probablemente la enfermedad más dolorosa que exista, en fase avanzada. Con mucha suerte, podría vivir dos años más, dijo el oncólogo.

La primera semana tras el diagnóstico Juan María era un fantasma arrastrando una pesada bola de hierro. No por aquello de que uno se pone malo cuando se entera de que está enfermo, sino por la evidente injusticia de aquella sentencia a muerte. Sé que lo que más le dolía a Juan María era la crisis de fe que aquello le provocó: su duda acerca de las decisiones de Dios. Pero el párroco era un hombre de profundas creencias y a los pocos días reaccionó, aunque de una manera que yo no hubiera esperado nunca. Por aquel entonces apareció un día por la casa pastoral Tino, el médico, con su sonrisa perenne. Cuando me preguntó por Juan María barrunté la poca gracia que le haría esta visita a mi superior, pero fui a buscarle. Mientras me dirigía a cumplir el encargo le pregunté qué le traía por estos pagos y el doctor tuvo que alzar la voz. «Vengo a ayudar a su compañero con el dolor», dijo, y la última palabra rebotó varias veces en las paredes del salón. Juan María salió de su habitación y me instó a dejarles a solas. Me fui a dar un paseo y regresé justo cuando se despedían en la puerta, Tino con su sonrisa a cuestas y Juan María con gesto de crispación. Las visitas del médico continuaron en los días siguientes y al terminar las reuniones el enfado de Juan María era siempre el mismo. Hasta que Tino apareció con Matías, un señor muy mayor, parroquiano habitual, que irradiaba felicidad y tranquilidad. Ése día, a mi regreso a la casa pastoral, me encontré con un Juan María más relajado que de costumbre. Hasta comenzó a hablarme sin que yo dijera nada.
-Tino y Matías, que sufre el mismo cáncer que yo, me han convencido de que el dolor se puede mitigar. Yo creía que como hombre de Dios debía aceptar lo que Él me mandaba, pero, narices, no creo que me convierta en peor cristiano por dar esquinazo a un par de penurias. Me han dado su secreto ¡y a fe qué funciona!

Desde ese momento en el que el dolor desapareció de su vida, Juan María fue una persona nueva. No creo que llegara a pensar que sus días estaban contados, porque era todo alegría. Entre cigarro y cigarro, vicio al que se entregó por completo, empezó por llenar la casa de los quemadores de incienso que le regaló a puñados Tino. Le gustó, porque hizo lo propio en la Iglesia con el incensario, que andaba abandonado desde que tomó posesión. Siguió por decorar la casa con telas de colores y lamparitas porque, según le habían explicado el médico y Matías, estaba demostrado que una decoración alegre repercutía beneficiosamente en la salud de los enfermos. Y al poco comenzó a hablar mucho, muchísimo, hasta por los codos, y siempre aportaba un punto de vista optimista desconocido en él. Salía a la calle y se fumaba un pitillo con cualquier parroquiano que estuviera dispuesto a charlar, de lo divino o de lo humano, con él. Éstos agradecían la nueva calidez del antes gélido cura y celebraban su insospechada simpatía. Con las mujeres no paraba de hablar de comida y de lo hambriento que se encontraba ahora, para su sorpresa, él que había sido de tan poco y mal comer. Les decía, con algo de malicia, que de un tiempo a esta parte se pirraba por los dulces, en especial si tenían chocolate. Y las buenas mujeres corrían a sus cocinas a preparar el mejor pastel para Juan María, contentas de poder, al fin, mimar al cura del pueblo como habían visto hacer a sus madres y abuelas y éstas a su vez a las suyas. Así que teníamos la casa todo el día llena de viandas, sobre todo de dulces, que Juan María devoraba a todas horas, pero en especial si se tiraba un buen rato encerrado en su despacho tomándose sus medicinas o simplemente, meditando.
-No sé, debe ser que las pastillas y esas cosas que me ha dado Tino me dan hambre-, se justificaba el buen hombre, con la boca llena y dos pedazos de tarta en cada mano, como avergonzado por tanta glotonería.

La nueva actitud de Juan María dio vidilla al pueblo, que no hablaba de otra cosa. Todo el mundo le paraba por la calle y cruzaba unas palabritas con él, que solían acabar en agradables sonrisas cuando no en risotadas. Mi superior no daba puntada sin hilo, y aprovechaba cada conversación para soltar aquí y allá un «vente el domingo a misa y pasamos un buen ratito juntos, amigo». Y no sé si fue por la campaña de publicidad o porque verdaderamente se había ganado un hueco en el corazón de los vecinos, un domingo la iglesia estaba a rebosar. Me asomé mientras preparábamos la celebración de la eucaristía y vi que hasta los adolescentes del lugar se habían procurado un sitio en el fondo del templo.
-Juan María, hoy tendrá que emplearse a fondo. Tiene mucha audiencia-, solté a medio camino entre la broma y la advertencia. Y desde luego que me hizo caso, porque la homilía que vino después pasó a la historia:

"Hermanas, hermanos, no veáis cómo me alegra ver a tanta gente aquí, ¿sabéis? Sí, porque durante mucho tiempo he sentido que andaba sólo por el mundo, pero ahora os tengo a todos dándome calor, dándome fe, dándome paz y amor. Paz, eso es. Sé que esto es un pueblo pequeño y que en los pueblos pequeños no hay secretos: todos estáis enterados de lo que me pasa, ¿a que sí, pillines?-, dijo, y pidió con las manos a los feligreses que respondieran en voz alta. Los más mayores dijeron un sí serio y circunspecto; lo más jóvenes, un sí alegre e indiscreto- Y habéis reaccionado de una manera... no sé, ¿flipante? ¿Es esa la palabra? Creo que sí. Antes cuando era el soso pero sano curilla del lugar no me dabais ni bola... bueno, ni yo a vosotros... jiji... Pasabais mucho de mí y ahora que sabéis que tengo cáncer y que voy a morir me arropáis, me transmitís energía positiva, me dais paz y amor, hermanos, y eso me llena de alegría. Vosotros lo llamáis civismo o, incluso, caridad, pero yo lo que veo es el amor de Dios, que os ha convencido para que no me dejéis solo ahora que la cosa se pone chunga. ¿Queréis un consejo? Pasad de la Biblia. La Biblia estuvo guay hace 2000 años, pero ya los Hechos de los Apóstoles y todo eso es una antigualla. Pasad de la Biblia y hablad entre vosotros, relacionaos, charlad con todo el mundo, en especial con los desconocidos, y descubrid las cosas fascinantes que os pueden aportar, porque son vuestros hermanos, porque Dios se expresa a través de ellos, porque en ellos vive Jesucristo... Y nunca bajéis la cabeza, hermanos, hermanas, ni reneguéis de Él por mal que os vaya. Fijaos en mí, que Dios me envió un cáncer no para putearme, sino para hacerme ver el amor que sentís por mí y que yo siento por vosotros, para revelarme lo bello que es sonreír a todas horas, la buena gente que me rodea y lo cojonudos que sois todos, hermanos. Os voy a contar un secreto, pero no penséis que estoy loco. De un tiempo a esta parte puedo volar. Sí, hermanos, vuelo. Vuelo sobre el dolor que me tenía amargado y vuelo sobre vosotros gracias a vuestro cariño, a Jesucristo y a María. Hermanos, me empujáis bien alto para que vea todo con otra perspectiva. Y ¿sabéis una cosa? ¡¡Se está genial en las alturas, cerquita de Dios!!".

Juan María calló y de repente, el fondo de la iglesia rompió en una estruendosa ovación. Los jóvenes aplaudían a rabiar, hasta chiflaban como se hace en los teatros o los estadios y el sacerdote no cabía en sí de gozo, dando las gracias doblándose por el tronco como un director de orquesta. En la zona de los viejos destacaba la figura de Matías, el único que se había puesto de pie para manifestar su entusiasmo, mientras que sus quintos miraban al abuelete con la misma cara de asombro con la que se dirigían al sacerdote. Tino, que empezó a dejarse caer por el templo, sonreía con satisfacción desde una esquina.

Tras aquello, corrió la voz por la comarca y empezó a venir gente de otros pueblos, atraídos por la novedad de un cura divertido, diferente. Pronto se hicieron eco de su existencia los periódicos y las radios locales y eso nos supuso más visitantes aún. Así, tuvimos que, por primera vez en décadas, ofrecer la Santa Misa del domingo en dos turnos distintos: uno a las 10, frecuentado por los abuelos, y otro a las 12, copado por los nietos. Pero igual que crecía la fama de Juan María, crecía la voracidad del cáncer. Cada día estaba más delgado pese a las tartas hipercalóricas que le preparaban las señoras del pueblo y que él devoraba con ansia. Y no perdía el buen humor, pero se movía de un lado a otro como sin fuerzas: estaba tan débil que no podía ni con las palabras, que arrastraba cada vez más penosamente. Hasta el blanco de los ojos se tornó en rojo. Más de una vez Tino tuvo que salir al rescate de Juan María. Empezaba sus homilías, tan originales (y a la vez piadosas) como siempre, pero a mitad de sermón se quedaba en blanco o perdía el hilo y lo retomaba por donde no era y al darse cuenta se callaba tan sorprendido como avergonzado. Entonces, el médico subía al púlpito, le suministraba una pastillita, le hacía sentarse y se dirigía al resto de feligreses:
-Discúlpenle. Ya saben que está muy enfermo y los medicamentos que le doy a veces tienen potentes efectos secundarios.
Y el pueblo demostraba su bondad dedicándole un gran aplauso, que él agradecía con un leve movimiento de cabeza.

Todo esto, claro, llegó a oídos de la Diócesis y del Obispo de León, que se personó en Calamocos para hacer ver a Juan María su preocupación por la fama que estaba tomando: no le hacía mucha gracia que apareciese tanto en los medios un sacerdote que si no se desmayaba sobre el púlpito instaba a los feligreses a dejar de lado los cauces habituales de la Iglesia para encontrar a Dios. Quería sustituirle, pero no hizo falta argumentar nada para hacerle cambiar de idea: bastó con que salieran juntos a pasear por el pueblo. Daban tres pasos y algún jubilado se acercaba para contarle al Obispo las bondades del sacerdote, daban otros tres y alguna enternecedora abuelita les gritaba desde la ventana de la cocina para que se acercara a recoger una tartita o un tocino de cielo o cualquier otra delicia, daban otros tres y los chavales recién salidos del instituto se acercaban a Juan María, le saludaban con esos gestos modernos de los chicos de hoy en día, le contaban las novedades y le emplazaban, con un gesto cómplice y cariñoso, para tomarse una cañita después de la misa de esa tarde.
-¿Disculpen, jóvenes, vais a Misa todos los días?-, inquirió el Obispo al grupo de adolescentes.
-¡Claro!-, respondió la turba- No nos perdemos los sermones de Juanma por nada del mundo-, dijo una chica de ascendencia caboverdiana- Cada día nos abre más la mente, es... es... brutal. Nos encanta lo que nos cuenta de Jesús o de María-, apuntó otro con el pelo lleno de rastas.

Claro, visto lo visto, su Ilustrísima no tuvo más remedio que mantener en su puesto al único sacerdote del que tenía conocimiento que lograba que los jóvenes fueran a Misa ¡todos los días! Tan encantado quedó que, incluso, destinó un dinerillo de lo que él llamó «fondo especial» para que Juan María «lo invirtiera en afianzar el interés de los adolescentes en la Iglesia».

Al día siguiente Juan María llamó a Tino para consultarle qué hacer con el encarguito del Obispo.
-No sé, macho. Yo de religión ya sabes que poco. Pregúntame de medicina o de plantas, pero de eso...-, dijo el médico.
-Pues mal vamos. Yo tengo la cabeza embotada con ésas cosas que me das para el dolor-, se excusó Juan María.- Pero esto no va de religión, hermano, esto va de hacer algo con los chavales y tú tienes una buena conexión con ellos.
-Hombre, lo más que te puedo decir es que cuando yo era pequeño a veces en la parroquia nos llevaban de convivencia.
-Vale, pues toma los dineros y móntalo todo a tu aire-, ordenó mi superior.

Así, Tino se encargó de poner anuncios en el pueblo para que los chicos se apuntaran a la convivencia, de explicar a los padres cuál iban a ser las actividades, de encontrar el lugar al que ir, de pedir las tiendas de campaña a sus amistades, de alquilar la furgoneta, hasta de comprar la comida, la bebida, el tabaco y demás cosas recreativas. Llegó el viernes y en el minibús se montaron Juan María, Tino, cuatro mozalbetes y tres chavalas, todos ellos habituales de las últimas bancadas de la iglesia y de las cañas post-eucaristía. El médico se sentó al volante, puso a Bob Marley en la radio y enfiló por la carretera que llevaba al Embalse de Bárcena en cuyas proximidades había conseguido que unos amigos contraculturales, según los definió él, le alquilaran una finquita para hacer la acampada.
Yo me quedé en tierra, así que el relato de lo que viene es lo que he podido sacar uniendo los testimonios de unos y otros. Parece ser que llegaron al lugar elegido, montaron las tres tiendas de campaña (una para Juan María y Tino, la más grande para los chicos y la tercera para las chicas) formando un corrillo y en el medio pusieron unas piedras para que sirvieran de hogar a la fogata, el sacerdote les contó lo feliz que quedó el Obispo en su visita a Calamocos y lo importante que era para la Iglesia Católica que los jóvenes se interesaran por ella, los adolescentes le contestaron que con esas homilías tan guays ellos siempre estarían allí, Tino se puso manos a la obra con la comida, se pelearon tanto por el chorizo que llevó Amelito, unos de los chicos, como por las setas del médico, al parecer su mayor especialidad culinaria, bebieron vino, puro los adultos, rebajado con refresco los jóvenes, y se dispusieron a pasar una sobremesa de confidencias y charlas.
Juan María se encendió un cigarro, el restó le imitó y comenzó a contarles a los chavales anécdotas del seminario, como aquella de cuando los gitanos entraban a robarles las zapatillas y ellos tenían que defenderse con los puños o la de cuando tenían que mearse en las manos para que éstas entraran en calor del frío que hacía en los claustros. Se encendió otro pitillo y les habló del amor de Dios, de Jesús y de María, de la felicidad de servir al prójimo, de que no hacía falta saberse La Biblia para ser un buen cristiano, que bastaba con hacerle la vida más fácil a los que te rodean. Comenzó un tercer cigarrillo y les cantó «Si los curas comieran piedras del río, no estarían tan gordos los tíos jodíos», tonadilla que, al parecer, hizo furor y se convirtió en la banda sonora de la convivencia. En ese punto, el encuentro pasó de una convivencia religiosa a una fiesta juvenil: bromas, chistes, risas a raudales, casi por cualquier cosa. Los chicos hicieron fotos con sus móviles de ese momento y en ellas se aprecia los rostros de placidez, de relajada felicidad de Juan María y Tino ante la exhibición de vitalidad y alegría de sus acompañantes.

-Noto que me muero-, soltó de repente Juan María y se hizo el silencio. -Se me va la vida y me hace muy feliz compartir estos últimos momentos con vosotros-, Tino le puso una mano en el hombro.- Pero no estéis tristes por mí, recordar aquello que dije en la iglesia hace algún tiempo, vuestro amor me da alas, hermanos...¡¡Puedo volar!!

Tino insiste en que lo que dijo después lo hizo en broma, por quitar hierro al asunto, ya que el ambiente se volvió muy sombrío al hablar de un tema tan trágico, y que nunca hubiera imaginado lo que vendría después:
-¡Joe, tronco, qué pesado con lo de volar y volar! ¡Déjate de palabritas y vuela de una vez!-. Al parecer los chavales apoyaron la idea con una sonora carcajada y gritos de «¡no hay huevos, Juanma, no hay huevos!».

Juan María les miró de hito en hito, incluso con gesto un poco chulesco. Hizo crujir el cuello. Estiró los brazos. Apretó las mandíbulas. Abrió muchos los ojos. Todos me recalcaron lo especial de su mirada, como alucinada. Se concentró un minuto. Rezó un padrenuestro. Y, sin previo aviso, comenzó a levitar. Mientras ascendía las piernas se mantuvieron cruzadas como las de los yoguis. En medio minuto ya estaba a un par de metros del suelo y tocó con la yema de los dedos el techo de las tiendas de campaña, como para cerciorarse de que no estaba alucinando.
-Veis, hermanos, ¡vuelo, vuelo!-, decía Juan María con más sorpresa que entusiasmo.

El silencio era absoluto. Tino dice que pudo apreciar el sonido de las mandíbulas de los adolescentes desencajándose. Mientras, Juan María se movió en círculos por encima de las ocho cabezas restantes. Luego, comenzó una frenética subida hacia lo alto mientras se reía a pleno pulmón.
-Y me mirabais con cara rara cuando os dije que vuestro amor, hermanos, me hacía flotar... ¡Creed, creed!-, gritó casi entre las nubes, un segundo antes de desplomarse hasta el suelo. Quedó tumbado boca arriba, con una serena sonrisa de oreja a oreja. Apenas podía respirar. Hizo un esfuerzo y tomó un poco más de aire de lo habitual.
-Allá arriba me ha parecido ver a la Virgen María-.
Y murió.

Así que aquí estoy, seis años después, en el aeropuerto de Barajas junto al Obispo de León, que se empeñó en presentar él mismo en persona la causa ante el Vaticano para que Juan María, que en paz descanse, sea considerado Beato. El Obispo dice que le ha contado un pajarito que hasta el mismísimo Papa está entusiasmado con la idea de ampliar el santoral. En unos minutos sale nuestro avión camino de Roma. Y en cuatro horas estaremos entrando a la Santa Sede, en dónde entregaremos los testimonios de Tino y los siete adolescentes para probar el milagro de la levitación. Supongo que, como compañero suyo que fui, me entrevistarán. Les diré toda la verdad, claro.

04 marzo 2011

Tres cervezas

Me faltan cojones para hacer algo grande en esta vida. En algún momento quise ser escritor y si los tuviera empezaría a serlo ahora mismo. Roma sigue sumergida bajo el diluvio y yo no tengo nada que hacer. Podría emborracharme hasta rondar el coma etílico y hacer algo memorable y absurdo en plan Bukowski, como destrozar esta casa en la que vivo como invitado. Podría empezar estampando el ordenador de mi amiga contra el ventanal que hace de puerta y quemar después todas sus pertenencias. Mañana me despertaría no sé bien dónde ni cómo, pero tendría algo auténtico que escribir. Y sin embargo aquí estoy, bebiendo tímidamente un par de cervezas, mirando con miedo la botella de Ballantines abierta en la estantería. Noto que me faltan cojones porque estoy hablando a través de internet con una chica que un día quise follarme y sé que a ella le gusta la literatura. Sé que estamos en distintos países, pero estoy intentando ligármela. Le pido que me deje leer sus escritos, le digo que lo que escribe es muy bonito y le dejo leer algo mío. Se emociona. Me dice que le encanta, que es buenísimo. Pienso que, si tuviera cojones, le diría algo así como «¿Tan bueno como para que me hicieras una mamada?» y después la gente cuando leyera esta anécdota pensaría que claro, con una mentalidad así, normal que escriba cosas tan raras y buenas. Pero me conformo con decirle que no merezco los elogios, me hago el modesto y esas mierdas hipócritas.

Me faltan cojones. Soy valiente, sí. Un día dejé un puesto cómodo en un periódico. En la última época me dedicaba a escribir lo que me decían sin pensar nada ni enfadarme por la poca dignidad que eso acarreaba. Llegaba tarde a la redacción, tecleaba aquello que me decían y me iba. El sueldo no era alto pero casi era un trabajo de por vida. Y un día lo mandé todo al carajo sin saber a dónde ir. Acabé de jardinero en un campo de golf en pleno Círculo Polar Ártico, en las Islas Lofoten, Noruega. Hay que ser valiente para hacer algo así. Pero otra cosa es tener cojones. Si los hubiese tenido me hubiese sumergido de lleno en un plan casi perfecto. Allí en Lofoten nadie cierra las puertas con llave. Las del coche, incluso, las dejan puestas. Me llevó poco comprobarlo. Sentado en un parking de un centro comercial, esperando a no sé quién, lo vi claro. Sólo tendría que esperar a que el dueño se metiera en el supermercado para sentarme al volante y conducir. Podría recorrer cientos de kilómetros a lo largo de violentas montañas con la alucinada luz de sol de medianoche como faro, llegar a otro pueblo de confiados granjeros noruegos, de paletos con sueldo astronómico, vamos, aparcar el coche robado y llevarme otro con la misma facilidad, para ponérselo un poco más complicado a la Policía. Me alimentaría entrando a las casas cuando sus dueños salieran a la compra o pescar en sus botes neumáticos. Haría muchas fotos. Y por las noches me emborracharía. Seguiría así días y días hasta que acabara en el trullo. Y ese tiempo a la sombra lo utilizaría para escribir un libro genial en el que exageraría mis vivencias como prófugo. Guardaría las fotografías para venderlas después a precio de oro, cuando mi libro hubiese triunfado, a algún suplemento dominical pseudo vanguardista. Noruega es una mina para el que quiera hacer el mal y yo lo más gamberro que hice fue racanaearle algo de dinero y unas cuantas cervezas al tontolaba de mi jefe.

Roma me recuerda a cada paso que me faltan huevos para ser recordado. Roma tiene tantos vestigios que destruir, tantos escenarios perfectos para atraer hacia mí el foco. Podría hacer mil barrabasadas y luego montármelo de nuevo gurú en un libro al estilo Coelho diciendo que alcancé la felicidad porque no tuve miedo de hacer lo que me pedía mi alma. Podría empezar con el Moisés de Miguel Ángel: no me costaría ningún esfuerzo entrar a la iglesia en la que está, San Pietro in Vincoli, con un martillo en la mochila, superar la pequeña valla que separa al público de la estatua y dejar la obra maestra hecha pedazos mientras grito ¡abajo los cornudos! o algo igual de estúpido. Pero todo lo malvado que me atrevo a ser es no echar la monedita de 50 céntimos en la caja de la iluminación del Moisés y sentarme a esperar lo que haga falta hasta que algún japonés suelta la tela y entonces, gratis, hacer la foto para luego subirla al Facebook. Luego podría entrar con una puta al Coliseo y follar junto a la cruz cristiana que puso allí el Papa Benedicto XV mientras cientos de turistas atónitos retratan sin piedad mi polla y mis michelines. Al poco las fotos circularían por internet y yo estaría más cerca de ser una leyenda. ¡Qué coño! Podría follar con esa misma puta en cada una de las atracciones más visitadas de Roma: el Pantheon, la Piazza de Spagna, Campo dei Fiori, apoyado en uno de los tritones de la Fontana di Trevi. ¡Chico, qué filón! Seguro que los medios se matarían por ser los primeros en entrevistarme. Luego, con la pasta que ganara podría montarme una productora audiovisual con un programa estelar: «Follando por el mundo». Saldría yo metiéndola delante de las principales atracciones turísticas de cada país con alguna moza representativa de la población femenina local.

Pero no es que no me atreva a hacer los grandes planes. No puedo ni con los más pequeños y humildes. Más de una tarde de aburrimiento he pensado en acercarme a algún burdel. He pasado horas y horas planeando la logística del encuentro en internet mientras daba vida a la idea, que casi siempre me salía con la misma forma: buscaría a alguna putita peruana, cubana ecuatoriana o boliviana y me pondría a hablar con ella. Desde bien pronto le dejaría claro que mi intención no sería la de metérsela, sino la de charlar. Le diría que por diversos motivos la vida me había traído hasta Roma, que estaba muy aburrido y no tenía con quién charlar (lo que no sería mentira en absoluto), rechazaría sus ofertas de tener sexo anunciándola que tenía novia y aunque viviera en otro país no quería serla infiel, sólo palabras, compañía, charla. Si fuera necesario le pagaría por ese rato de conversación y un buen rato después me marcharía como todo un caballero. Volvería al día siguiente y repetiría cada paso de la jornada anterior. Al irme le diría, con tono inocente: «Oye, ¿qué te parece si un día de estos nos tomamos una pizza?». En mi plan ella siempre dice que sí y si no lo dice, volvería hacer lo mismo hasta que diera con una que respondiera afirmativamente. Entonces, nos cambiaríamos los teléfonos para hacer más fácil el encuentro. La llevaría al Trastevere a pasear por los rincones más viejos, sucios y románticos de la ciudad y charlaríamos de nuestras respectivas tristezas de extranjero con vida turbia. Ella me diría que extraña las arepas y yo le respondería que el risotto es una puta mierda comparada con la paella. La invitaría a venir un día a casa a comer una paella cocinada por mí. Acabaríamos en un restaurante bonito y caro en el que sirven una deliciosa pizza con flor de calabaza y anchoas. Pagaría yo y al salir la acompañaría a su casa simulando ser un chico decente y me despediría de ella en el portal. Volveríamos a quedar otro día, y otro, y otro, y otro, y yo la escucharía hablar horas y horas. Irremediablemente acabaríamos teniendo sexo y, por consiguiente, algo parecido a una historia de amor. Yo, por supuesto, acabaría con el tiempo escribiendo una preciosa novelita romántica, con el personaje de la puta-novia y sus dudas y ansiedades perfectamente retratado, acerca de cómo las almas solitarias y apaleadas por la suerte también tienen derecho a una pequeñita porción de felicidad. Pienso en ese plan magnífico y se me pone la piel de gallina, pero al final lo que acabo haciendo es masturbarme de tan cachondo cómo me ha puesto mi magnífica historia con la chavala peruana (o boliviana o cubana o lo que sea), apago el ordenador y me pongo a jugar a los marcianitos en el móvil.

Por cierto, a estas alturas ya ha caído la tercera cerveza. Beber eso y escribir estas cuatro palabrotas es todo lo que me atrevo a ser.

04 febrero 2011

El comeuñas

Se ha documentado, por la propia confesión de los afectados, la existencia de un animal en las redacciones de los periódicos. Se llama comeuñas y tiene forma de perro salchicha aunque sus dimensiones sean diminutas. La cabeza gira en cualquier dirección, como una albóndiga en la mano de una cocinera cuando le está dando su forma circular. Por eso, la boca, afilada como la de un tiburón, y los ojos, achinados y de pupilas rojas, no tienen un punto de anclaje y pueden desplazarse libremente a lo largo de toda la superficie craneal. Sus patas cortas y el cuerpo alargado, tubular y forrado por una suave capa de pelo recuerdan, efectivamente, a la de los teckel o dachshund, pero sus medidas no. El ejemplar más grande que se recuerda medía 20 milímetros escasos antes, evidentemente, de la brutal crecida que experimentan (multiplican por 20 su tamaño) cuando consiguen comerse las 10 uñas de las manos de un redactor, ni una más ni una menos. Por fortuna, son pocos los periodistas que utilizan el pulgar para teclear, por lo que pocos comeuñas han completado su expansión.
El comeuñas se localiza, exclusivamente, en los teclados de las computadoras de los diarios de tirada nacional. Cualquier sección es válida para un comeuñas, aunque estadísticamente se han encontrado más veces en los ordenadores del departamento de cierre ya que por su horario laboral (de 19:00 a 03:00 de la madrugada), los trabajadores adscritos a esta sección suelen cenar bocadillos en el puesto de trabajo. Las migas de pan y las pequeñas porciones de chorizo que caen entre las teclas disparan la voracidad del comeuñas. Cuando los restos de las viandas han terminado, el comeuñas se dedica a la actividad que le da nombre para saciar su apetito. Degluten la uña avanzando lateralmente, exactamente de la misma manera en la que los personajes de dibujos animados se comen una mazorca de maíz. Las víctimas no notan nada hasta que el comeuñas alcanza la raíz de la uña, que tiene conexiones nerviosas, ya que, mientras tanto, estos extraños animales sólo les han devorado la queratina (parte insensible). Los afectados descubren que han sido atacados por un comeuñas cuando no son capaces de soportar el dolor que les produce en la punta de los dedos el cotidiano acto de teclear.

Mi colección de momentos

Son varias las veces en que, en el estruendo de teléfonos sonando, personas gritando y manos tocando un piano afónico que es la redacción de mi periódico, he visto al Coronel Aureliano Buendía deambular con paso calmo entre los ordenadores y mirar con extrañeza un mundo que ya no se parece en nada al suyo. Si el viejo militar está de humor, se acerca a mí y, con una mano apoyada sobre mi hombro derecho y la otra en el sable que completa su traje de gala, me cuenta que frente al pelotón de fusilamiento sólo era capaz de recordar la tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. No son menos las ocasiones en las que, si veo a unos jóvenes atendiendo con dulzura a su bebé, una nana expulsa de mi cabeza cualquier pensamiento. Y canto : “Quítate de la esquina, chiquillo loco, que mi madre no quiere, ni yo tampoco”, mientras me acuerdo de mis padres, con más pelo y menos kilos que ahora, recitando a Rafael de León.

Otras, en el metro, en un pub, en el banco, se me hace la boca agua recordando las naranjas, dulcísimas, que derribábamos a balonazos en el parque de mi vecindad cuando siendo críos nos cansábamos de emular, hora tras hora, a Butragueño unos y a Futre otros. Las frutas, siempre, dejan paso a aquella cartera (de polipiel y sin pesetas dentro, agujereada en un extremo para poder pasarla un hilo de pescar casi invisible) con la que tomábamos el pelo a los transeúntes haciéndola aparecer y desaparecer. Pasatiempo que, a decir verdad, inventamos cuando la dueña de la tienda de chucherías del barrió cerró el negocio convencida de que se había quedado demasiado sorda como para atender al público. Creo que nunca sospechó que, al pedir las golosinas, bajábamos la voz por debajo de lo perceptible por la pura e inocente diversión de ver enloquecer a alguien delante de nuestras narices infantiles.

En días tristes, de cielo gris y nubes negras, busco entre la gente a aquella amiga de infancia que se fue a Lisboa y nunca más volvió. O pienso en comerme la aceituna más gorda para que sea cierto aquello que decía mi abuela en el único que chiste que se sabía. Cuando el sol domina la panorámica, mi cuerpo se queda fijo en donde esté, pero mi alma vuela hasta Cullera, quizá porque mi niñez sigue jugando en su playa... o porque allí sentí por primera vez el placer de arrebatarle al mar sus frutos, escurridizos y plateados... o tal vez porque en un banco de su paseo marítimo sigue sentado ese adolescente que fui, montado en la montaña rusa de una primera borrachera. Cuando aparece en mi boca un sabor dulce y la lengua se me queda fría, sé que mi alma ha cambiado Cullera por Ipanema y que ha vuelto a pagar dos reales en un puesto de la playa por un coco helado. Cuando, simplemente, tengo ganas de reír y bailar y saltar y jugar y entrar y salir y volver a entrar, comprendo que esta vez el sol me ha devuelto a Caños de Meca. Y, climatologías a parte, si una chica sonríe con la malicia suficiente me vuelvo a ver en aquel cuarto de baño en el que descubrí el sabor de los labios.

Entonces, cuando sobreviene uno de esos momentos, muero por tener cerca un ordenador. O una libreta. O una mísera factura y un boli roto. Para escribir, tejiendo recuerdos, una obra maestra. Y forrarme, claro. Amontonar millones y millones para no volver a trabajar. Así, podría irme en otoño a revolver el suelo de los pinares en busca de níscalos. Y cuando acompañara el clima, jugaría, otra vez, algún que otro partidito en el Calderón, o me daría el gustazo de temblar, desde el centro del campo, ante la histórica monumentalidad de Maracaná. En días sueltos, entraría en una tasca lisboeta a refrescarme con vinho verde o invertiría todas las horas necesarias hasta encontrar, por los recovecos de Ámsterdam, aquel queso con corteza de jamón que me hizo tan feliz. Por supuesto, me aprendería de memoria 100 años de soledad así como los cuatro millones de recetas con las que mi madre, con el sentido práctico de las amas de casa, rellena cualquier hueco libre suelto por mi casa para que no lo habite el polvo. Y con mi sombrero rojo de topos de colores me iría, silbando como un delincuente, a recorrer mundo para generar nuevos recuerdos con los que reconstruir mi fortuna cuando ésta llegara a su fin.

PETÓ-M

Un reciente estudio de la Universidad de Lleida revela que en los labios de quien hace mucho tiempo que no besa se van acumulando minúsculas partículas de amor, esperanza, ilusiones, ansiedad y también, aunque depende del sujeto, se encuentran restos de tristeza. Pero lo verdaderamente novedoso de esta investigación, que publicará en su mes de marzo la prestigiosa revista Science, es que todos estos elementos se agarran a la fina epidermis labial y no se dispersan por más que entren en contacto con limpiadores universales como son el alcohol o el agua. Ni siquiera, afirman los lleidatanos, el afectado corre el peligro de que estas partículas entren al torrente sanguíneo con la comida, ya que están forradas de un suavísimo terciopelo que hace resbalar a los alimentos. Los pintalabios, revelan, tampoco hacen efecto. Evidentemente, cuanto más tiempo pasa una persona sin besar, más restos se acumulan. Estas partículas se unen, por efecto de una enzima llamada necesitasa, formando una sustancia química que han querido bautizar como PETÓ-M. Lo sorprendente es que el PETÓ-M de un individuo es complementario con el PETÓ-M de otro individuo y al juntarse dosPETÓ-M en un beso se produce una “maravillosa” (cita textual del estudio de laUDL) reacción química “algo estupefaciente” que induce a ambos afectados a un profundo e inmediato estado de felicidad. Ésta es, concluyen los investigadores, la única manera de limpiar los restos de amor, esperanza, ilusiones y ansiedad acumulados en los labios de quien hace mucho tiempo que no besa.

Buena suerte, Mr. Gorski

El portazo puso sordina a los gritos que nacían del interior del salón. Mr. Gorski apareció en el jardín del hogar familiar y allí sorprendió al pequeño Neil, el chico de los vecinos, hurgando en el macizo de rosas que laboriosamente cuidaba su esposa, Selma. Ante la mirada inquisidora de Mr. Gorski, Neil levantó la mano y mostró como coartada una pelota de béisbol.
-Por mí, como si se las rompes, muchacho.
Mr. Gorski abrió la portezuela y Neil le vio perderse calle abajo a pasos lentos y pesados. Era diciembre de 1941; en Wapakoneta, Ohio, el termómetro estaba bajo cero y Estados Unidos acababa de entrar en la II Guerra Mundial.

Durante todo ese día, Neil se dedicó a observar a Mr. Gorski. Su vecino era un cuarentón que trabajaba en la fábrica que Goodyear había abierto a las afueras de Wapakoneta y, pese a tener que cargar durante toda la jornada con pesadas ruedas de camión, era un hombre en movimiento perpetuo, como si portara en su interior una fuente de energía en continua renovación. Cuando estaba en casa, Mr. Gorski abrillantaba su viejo Ford rojo o se tumbaba y le inspeccionaba los bajos. Luego, encolaba una silla o desmontaba pieza por pieza el carrete de la caña de pescar, lo limpiaba con un pequeño paño y lo volvía a armar para que estuviera listo para la próxima excursión. Por eso Neil levantó los ojos de la revista de aeronáutica que leía, recostado en el enorme alféizar de la ventana de su cuarto, cuando notó que Mr. Gorski se instalaba en una butaca en el patio trasero y, con las manos cruzadas detrás de la nuca, clavaba la vista en el cielo aún iluminado. Neil se durmió mucho antes de que Mr. Gorski, a tientas y haciendo crujir el césped bajo sus pies, abandonara la butaca camino del sofá del salón.

Al día siguiente, Neil respiró aliviado al ver que Mr. Gorski había vuelto a su ser habitual. Entraba y salía de casa con herramientas en la mano y golpeteaba aquí y allá en la fachada, enderezaba los palos del tendedero, guardaba el cortacésped en el cobertizo o arreglaba un par de tejas rotas. Mantuvo ese ajetreo durante toda una semana. Mr. Gorski había sido llamado a filas y quiso que en el viaje a Europa la última imagen en su retina fuese la de una casa en perfecto estado.

Neil olvidó pronto el incidente y volvió a devorar las revistas de aviones que le traía su padre, auditor del Estado, cada vez que volvía de sus viajes por los pueblos de Ohio. Para cuando Mr. Gorski regresó de la guerra, Neil ya andaba enredado en asuntos del aeropuerto de Aeronca, al norte de Wapakoneta, y los misterios de la aviación le impidieron reparar en la presencia de Mr. Gorski.

Mr. Gorski no era el mismo que se había ido cuatro años antes. Impedido para el trabajo por una herida, la energía de antaño era una fuente con polvo y hojas secas en el fondo. El viejo Ford pasó de rojo cereza a granate y de granate a magenta en el garaje de la casa por la acción del polvo y la desidia. La caña no volvió a ver un pez.
Lo único que parecía capaz de hacer moverse a Mr. Gorski era un arcaico telescopio que el antiguo operario de Goodyear compró con la primera mensualidad de su pensión de veterano. Mr. Gorski demoró toda una tarde, en la que la ausencia de nubes permitía ver nítidamente la luna, en elegir el punto adecuado del jardín en el que colocarlo, haciendo pruebas una y otra vez como un fotógrafo que busca el encuadre exacto. Una vez decidida la ubicación pidió ayuda a Selma para colocar junto al artefacto una butaca de jardín.

Selma era una mujer muy seria. La estricta educación judía de su infancia neoyorquina le cohibía a la hora de dejar fluir sus emociones. Cuando su marido era un obrero fuerte, vital y dicharachero, no supo acoplarse a él. Sentía esa alegría del cónyuge como una prueba de su debilidad de espíritu y su lejanía con el Señor. Ahora que Edward Gorski era poco más que una sombra que cuando anochecía cambiaba el sofá y la televisión por la butaca y el telescopio, no encontró la manera de acompañarle en la desgracia, pero tampoco se quejaba. Lo máximo era un suspiro que se le escapaba cuando le veía, a través de la ventana de la cocina, con el ojo pegado al telescopio y la mente en la luna. A veces, mientras arreglaba el rosal o adecuaba las viejas camisas de Edward a la nueva fisonomía del marido, Selma se veía invadida por un sentimiento de culpabilidad cuyo origen era incapaz de encontrar.

Mr. Gorski marcó la infancia de los niños de Wapakoneta. Al anochecer, los chicos del pueblo trepaban al tejado de una caseta desde el que se veía el jardín de Mr. Gorski y apostaban si esa sería la noche en la que el veterano de guerra no utilizara el telescopio. Mientras, comían pipas de calabaza, bebían refrescos y hablaban de chicas. Cuando se hicieron mayores, los muchachos inventores de la apuesta traspasaron la tradición a sus hermanos pequeños y luego éstos se la enseñaron a los hijos de sus hermanos mayores. Mr. Gorski sabía de la presencia de los niños, pero les ignoraba con la misma desidia con la que declinaba las invitaciones de sus viejos compañeros de fábrica para acudir al bar de la estación, el que tenía la pantalla más grande, a ver por televisión los partidos de las Series Mundiales de béisbol, el mayor evento deportivo con el que podía soñar un americano. Al principio, sus antiguos colegas pensaron que volvería a la vida pública en cuanto asumiera su condición de mutilado, pero pasaron los años y Mr. Gorski seguía anclado en el jardín con la mirada perdida más allá de las nubes.

Viola Louise, la madre de Neil, solía ayudar a Selma Gorski, cada vez más impedida por la edad, por esa solidaridad inquebrantable que se establece entre amas de casa. Viola Louise hacía las tareas más físicas, como limpiar las estanterías más elevadas, recoger el polvo acumulado bajo las camas o tender la ropa en el jardín. Esto suponía un gran esfuerzo para Viola Louise, no por el trabajo en sí, sino por la fantasmagórica presencia de Mr. Gorski, que la miraba callado. Una tarde de agosto de 1962, a Viola Louise casi le da un infarto al sentir la voz grave de Mr. Gorski por primera vez tras años de ropa puesta a secar en silencio.
-¿Qué tal el muchacho?
-¿Cuál de los tres, Edward?
-El mayor, Neil.
-Ya se casó. ¿No lo sabías? Pero el pobre no ve casi a Janet porque está todo el día metido en los laboratorios de la NASA.
-¿La NASA? ¡Cielos, Viola, qué buena noticia!
Viola Lousie no daba crédito a la felicidad que irradiaba su vecino, parecía que hubiera retrocedido más de veinte años en el tiempo.
-Sí, Edward, la NASA. Ahora vive en El Lago, Texas, cerca del Centro de Vuelos Espaciales de Houston.
-¿Es, es....- Mr. Gorski tartamudeaba de la emoción- ...es astronauta?
-Lo es, Edward. ¿Qué le parece?
Pero Mr. Gorski no tuvo tiempo de responder a Viola Louise, porque un rayo cargado con millones de amperios tocó el corazón del veterano de guerra. Mr. Gorski se levantó de la butaca con un movimiento inusitadamente ágil y corrió hasta el garaje. Con la única mano que tenía arrancó la lona que cubría el viejo Ford y lo puso en marcha. Mientras dejaba calentar el motor, llegó hasta el salón, cogió la cartera y besó a su mujer en la mejilla. Dijo “luego vuelvo, Selma” y dejó a la esposa boquiabierta y sin entender nada. Mr. Gorski condujo con maestría pese a sus circunstancias los 150 kilómetros que separan Wapakoneta de Columbus, capital del Estado, dónde a buen seguro podría comprar un telescopio potente acorde con la nueva situación de Neil. Regresó bien entrada la noche, pero Mr. Gorski no dudó en dar una patada al soporte del viejo telescopio y colocar en su lugar el reluciente Takahashi con lentes reflectoras de abertura media. Selma miraba el trajín de su marido con la ilusión del que ve nacer una era mejor, pero comprendió que no se trataba de un repentino cambio de actitud de Edward, sino de una simple adecuación a los nuevos tiempos. El beso de la tarde fue una cerilla bajo un chaparrón.

El nuevo telescopio sirvió para que Mr. Gorski se enclaustrara aún más en sí mismo. Pero un día cada tres o cuatro meses, el veterano se sentía con ánimos para hablar con Viola Louise mientras ésta tendía unas sábanas que él conocía de sobra.
-¿Cuándo va a pisar la luna el muchacho?
-Antes de que acabe la década. Lo prometió el presidente Kennedy-, respondía siempre Viola Louise con tono pedagógico.
Mediante este interrogatorio, en marzo del 66, Mr. Gorski supo del primer viaje espacial de Neil. El hijo de los Armstrong comandó el acoplamiento del Gémini 8 con el Agena, que ya estaba en órbita. Mr. Gorski, aunque miró y miró por su Takahashi y no encontró rastros de Neil en el cielo, sintió el alma en primavera.

Viola Louise, católica, se sentía como el Arcángel Gabriel cada vez que informaba a Mr. Gorski de los progresos de su hijo y notaba en el mutilado un brillo en los ojos. Por eso le dolió no ser ella quien le anunciara, personalmente, la noticia de que Neil, por fin, iba a pisar la luna. Para cuando quiso hablar con Mr. Gorski, una marabunta de periodistas se había agolpado frente al hogar familiar de los Armstrong y los que llegaron más tarde tuvieron que invadir el jardín de Mr. Gorski. Ante la mirada de odio del veterano, los periodistas improvisaron una entrevista para justificar el allanamiento:
-¿Cómo era Neil Armstrong de pequeño? ¿Le vio crecer?-, se lanzó un chico escuálido con sombrero y traje pese al horno que era Wapakoneta en aquel 16 de julio de 1969.
-Era un buen muchacho.
-¿Se imaginaba que sería el primer hombre en pisar la luna?
-¡No! ¡Y mi mujer muchísimo menos!-. Mr. Gorski estalló en una carcajada, que sonó oxidada al principio pero que después rugió como un motor de gran cilindrada.

A lo más que llegó Viola Louise a ver fue a Mr. Gorski arrastrando de la mano a Selma al interior del viejo Ford, que Mr. Gorski había dejado en la acera nada más concluir la entrevista. El antiguo operario de Goodyear se llevó a la esposa al mercado y la obligó a comprar varias botellas del vino más caro, cervezas, dos o tres kilos de chuletas de cordero, unos cuantos filetones de ternera y un enorme queso de Roquefort.
-¿Qué demonios es esto, Edward? ¡Apesta a muerto!
-Es queso francés. Me salvó la vida en la guerra. ¡Y está delicioso!
Ya de vuelta en casa, Mr. Gorski canturreaba jovial mientras ordenaba en la cocina la copiosa compra. Selma comprendió el motivo de la felicidad del esposo y no pudo reprimir una violenta arcada.

Durante los cuatro días posteriores, Mr. Gorski fue dando cuenta de los manjares con una actitud cercana a la lujuria. Por el día comía a todas horas y bebía litros y litros de cerveza con la misma alegría de 30 años atrás. Por la noche, se acoplaba a su telescopio sin importarle la curiosa mirada de los periodistas acampados en su propiedad.
Pero el vino lo reservó para la noche del 20 de julio. Sabía, por lo que le contaban los chicos de la prensa, que ése era el momento en que estaba previsto el alunizaje del Apolo 11. Con una enorme nostalgia de su telescopio, se apostó frente a la televisión y pidió a Selma que se sentara a su lado. Mr. Gorski daba grandes tragos directamente de la botella y seguía la retransmisión como si fuera una final de béisbol, a cada minuto más nervioso, ayudándose de la mesa para aplaudir, levantándose a veces. Sólo guardó silencio cuando, a las 23:53, sintió la voz de Neil a través del televisor:

-Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad-, dijo el hijo de los vecinos y Mr. Gorski estalló en un grito de satisfacción.
-¡Sí! ¡Por fin, joder!-, aulló el veterano de guerra poniéndose en pie. Acto seguido, volvió a sentarse en el sofá, respiró hondo y apoyó la mano firmemente en la nuca de su esposa.
-Lo prometiste, Selma.
La mujer rompió a llorar. Sabía que pronto acabarían casi 28 años de infelicidad, pero para ello debía pagar un peaje que contravenía todas las normas morales de su estricta religiosidad.
Del televisor brotaban imágenes en blanco y negro y palabras casi siempre ininteligibles, pero los Gorski acertaron a oír de nuevo a su vecino Neil entre los ruidos del espacio exterior.
-Buena suerte, Mr. Gorski-, dijo el astronauta.
En el Centro Espacial de Houston no entendieron nada. Edward y Selma sí.

Blas de la experiencia

Bla, bla, bla, seriedad, bla, bla, relación, bla, bla, bla, dices.

Y detrás de ti, al final de la barra, una morena de boca roja

me sonríe.

Bla, bla, bla, compromiso, bla, bla, pareja, bla, bla, insistes.

Y la morena no me quita ojo. Y mejor aún, se pasa

la lengua por los labios.

Bla, bla, bla, fidelidad, bla, bla, hipoteca, bla, bla, prosigues.

Ingenua. ¿Cómo te atreves a pedir fidelidad tú, que no tienes

las tetas tan perfectas

que tiene la morena del final de la barra?

Bla, bla, bla, vida común, bla, bla, sueños compartidos, bla, bla, comentas.

Y la morena me acaba de tirar un beso.

Me bebo el whisky de un trago.

Pido otro.

Bla, bla, bla, los anillos, bla, bla, las promesas, bla, bla, recuerdas.

La morena está haciendo gestos con las manos. Son números.

Un 6.

Un 0.

Un 8.

Bla, bla, bla, tu vida es un poema, bla, bla, mala experiencia, bla, bla, me interrumpes.

¡Calla, coño!

Si no cierras la boca se me va a olvidar el teléfono de la morena.

Bla, bla, bla, dolor, bla, bla, divorcio, terminas.

10 octubre 2008

Xoriguer os cuenta un cuento

La verdad es que se partía de risa cada vez que le pasaba. Lo que se dice partirse, literalmente. Empezaba a reírse con la carcajada de un loco, gritando casi, y a golpearse con las manos en las piernas con la fuerza inacabable de los que son felices en ese mismo instante. Otro cualquiera se descoyuntaría en ese ritual. Él no. Le pasaba tan a menudo que estaba acostumbrado. Nunca dejó de hacerle gracia ver salir de su nariz un par de amapolas rojas cada vez que estornudaba. Era como esos compendios de magia sencillotes, que vendían en Navidad las empresas jugueteras, compuestos de una cuerda con un nudo falso, una varita plegable y una chistera de pega de la que salía sin mucho misterio un conejo de peluche. Estornudaba e inmediatamente brotaban de sus fosas nasales dos amapolas de un rojo reventón. En invierno siempre iba a pecho descubierto, con la camisa desabrochada hasta el ombligo para lucir ibérica pelambrera y, sobre todo, para resfriarse. Le encantaba constiparse. Así tenía material de sobra para hacer reír a los niños de su barrio con su extraño poder. Saúl estornudaba casi a voluntad siempre que algún renacuajo se lo pedía con un mínimo de educación. Luego le daba al mocosillo las dos flores con la inesquivable obligación de que le regalara las amapolas a su madre. Todas las amas de casa en tres kilómetros a la redonda alegraban el blanco sus cocinas con dos campestres manchas rojas. Ningún marido era tan detallista como para llenar de flores con tanta frecuencia los jarrones de la casa.

Saúl era el hombre más famoso de su barrio. Doscientos centímetros de pelo y músculo envolviendo una continua sonrisa eran imposibles de pasar inadvertidos. Mastodontes como él había varios en Carabanchel, pero ninguno en perenne estado de felicidad. Y mucho menos con tal habilidad de jardinería nasal. En los bares, entre cerveza y cerveza, los vecinos se ciscaban tanto en los empresarios y los políticos como especulaban sobre el origen de la extraña proeza cotidiana de las flores rojas. La mayoría pensaba que era un simple juego de manos, como sacar una moneda de detrás de la oreja o hacer desaparecer un pañuelo dentro de un puño. Otros aseguraban que era un mecanismo de la rara ingeniera de los circos: un tallo de plástico retráctil coronado por unos pétalos de tela. Los más beatos pensaban que era un santo que había sido enviado para regalar a todo prójimo una sonrisa y un par de flores a partes iguales.

Entre estornudo y estornudo los días fueron convirtiéndose en semanas, las semanas en meses y los meses en años hasta que un invierno llegó más frío de lo habitual. El pecho de Saúl siguió al descubierto, como siempre, pero la erosión del tiempo y los infinitos resfriados mal curados lo habían convertido en un abuelito vulnerable. La pulmonía fue tan letal que Saúl murió entre miles de amapolas, que le dieron una extraña y bermeja sepultura.