13 octubre 2005

Escribí

Escribí “Sabina” en la libreta con letras claras, no por la estética (desde que la conocí, hace muchos años, dejé de hacer las cosas por su apariencia externa) sino por evitar confusiones. Luego con rotulador rojo, el que se lleva utilizando en el periódico para corregir las pruebas desde que era un becario, lo taché. Miré el cuadernito de tapas a cuadros rojos y blancos, como los manteles de los restaurantes italianos, y manoseé las hojas con cierta desolación. Apenas me quedaban ya cantantes, actores, actrices, escritoras o escritores, artistas en general, por los que interesarme. Todos en algún momento desgraciado de su vida habían dicho ante un micrófono o ante el bolígrafo de un periodista que habían encontrado la Belleza en tal o cual mirada, sonrisa, o en “una simple hoja de castaño en otoño”. Mentira puta. Porque si de verdad hubieran tenido delante la Belleza, así con b mayúscula, no les habría quedado más remedio que comprender que nada de lo que ellos hicieran podría acercarse y, en consecuencia, habrían dejado de escribir, pintar, cantar o a lo que demonios se dedicara cada uno. Todos mentirosos. No me interesaba el arte de un embustero.
En mi salón cada vez había menos cosas. La televisión la vendí mucho tiempo atrás, aún sigue la mancha negra producida por el aparato en la pared donde estaba situada. No llegué a deshacerme de la radio, simplemente la tenía desenchufada y apartada en una esquina. Las paredes sin cuadros rodeaban unas cuantas estanterías que evidenciaban haber sido esquilmadas de libros según habían ido apareciendo nombres en el cuadernito de los mentirosos. Sólo quedaba el sillón, el sofá y la mesa inundada de periódicos. Y yo, claro. Encendí otro cigarro y mientras el aro de humo se alejaba pensé que ya lo único que me quedaba para entretenerme era la lectura de los diarios. En los periódicos nadie aspira al arte, a la Belleza, sino a hacer dinero, algo muy honesto. Lo sabía porque hacía más de 30 años que yo me pagaba el tabaco y las cervezas con lo que ganaba trabajando en uno de ellos. Me rasqué la barba porque casi era lo más divertido que podía hacer y volví a pensar en el momento en que la vida puso a Maria ante mis ojos sin saber si maldecir mi suerte o sentirme un ser agraciado.
Cuando la conocí yo era un jovencito con cierto porvenir en el mundo del periodismo, eso decía todo el mundo. Incluso alguien llegó a pronosticarme un futuro de buen novelista tras leer alguno de los cuentos que escribí. Pero un mal día, en una rueda de prensa, me senté junto a ella. Morena de piel y pelo. Ojos enormes y marrones, nariz fina. Tenía los labios tan carnosos que la piel no le daba para cubrirlos y por eso los tenía siempre agrietados. Cuerpo de bailarina. Ella también empezaba en el periodismo y, desde entonces, coincidimos en tantos actos que acabamos por ser amigos, no sé si por que el uno se volvió habitual en la vida de la otra o porque de verdad estabamos interesados en conocernos. Muchos colegas de la redacción me envidiaban por el trato amistoso que me dispensaba Maria. Yo al principio me creía un tío afortunado. Ahora, cada vez más a menudo, sufro crisis en las que detesto en lo que me he convertido.
Cuanto más veía a Maria, más me costaba escribir. Cada vez tardaba más en redactar una crónica. Al principio ni me daba cuenta de que leía y releía cada párrafo mil millones de veces y ninguna me convencía. Acababa los textos frustrado, cabreado conmigo mismo y no sabía por qué. Poco a poco mi trabajo se fue ralentizando cada vez más, hasta que mis jefes se desesperaban porque les comía la hora de cierre del periódico y mi página no estaba terminada.
Al final, en un día de lucidez que nunca sabré si me salvó la vida o me condenó a mi estado actual descubrí que no avanzaba al escribir porque comparaba cada frase con Maria. Supe (y no he vuelto a saber algo en mi vida con más certeza) que nunca la mejor frase que pudiera escribir podría parecerse ni de lejos a la belleza del rostro de Maria en una de sus sonrisas tímidas, sonrojada porque le había dicho lo guapa que me parecía. Me reuní con los jefes del periódico y les solicité un cambio de sección. Les propuse pasar a “ediciones”, donde sólo tendría que leer y corregir los textos de los demás. Mi incapacidad para cerrar una página propia a una hora decente les convenció de la necesidad del cambio.
Desde ese día no volví a escribir una sola frase. Nada. Ni siquiera me volví a preocupar del color de mi ropa, del corte de pelo, o del millón de asuntos que ocupan la vida de las personas que se preocupan por la estética. En cierto modo me liberó.
Volví a coger el rotulador rojo y repasé la equis sobre el nombre de Sabina. Y mientras lo hacía pensé en mi vida y recordé que cada momento de aburrimiento mortal lo navegué recordando los ojos más bonitos que han existido. Y, sin ningún tipo de dudas, volví a sentirme un tipo afortunado, como en los lejanos días felices de mis comienzos.





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Dedicado a la bella zapatera compulsiva