14 diciembre 2005

Quince quesos

Siempre había soñado con visitar Suiza, aunque en sus fantasías el objetivo era bien distinto. Pero ni siquiera le importó lo más mínimo esa desilusión: lo que tenía que hacer lo iba a hacer con el mayor gusto posible. De hecho, nadie le obligaba, sólo su corazón, su piel, sus ojos.

Alquiló un coche en la oficina de Avis de Cointrin, el aeropuerto internacional de Ginebra. Sólo podía elegir entre un Opel Corsa blanco que, aparte de feo no le sería de ayuda en caso de que el trabajo se le complicara y tuviera que huir por carretera, y un Audi A4, elegante, bueno, rápido. Se quedó con el caro. Ella, su misión, no se merecía ningún tipo de racaneo.

Salió del aeropuerto tranquilo, silbando, con el brazo izquierdo fuera de la ventanilla del coche. No tenía demasiado tiempo para acometer su plan pero podía permitirse un paseo por la ciudad. Además, le admiraba la pureza del aire ginebrino y ese frío sol de invierno que le recordaba a sus domingos en Madrid, cuando se levantaba temprano para jugar al fútbol sala con los amigos. Recorrió el centro de la ciudad despacio, fijándose en todo, pero puso especial interés en los relojes, los famosos relojes suizos. En uno de ellos vio que se acercaba la hora de comer y aparcó frente a una panadería de lujo, más parecía una joyería, pensó. Y no se equivocó demasiado porque cada barra de pan era tratada como si de un bebé recién nacido se tratara. Minutos después, cuando pellizcó el cuscurro de la baguette, comprobó que el cariño que los operarios dispensaban a sus productos estaba plenamente justificado. Además tuvo suerte porque en la misma tienda pudo comprar una botella de vino. Producto indispensable para su almuerzo.

En un parque cercano sacó de la bolsa de deportes, único equipaje que había traído al país de los Alpes, la navaja vieja que sólo había servido para cortar el tallo de los níscalos, que ya habían desaparecido, pero que abundaban en la Sierra de Guadarrama cuando era apenas un niño. Después extrajo del bolsón un queso de Cabrales y lo hizo con sumo cuidado, no por los explosivos que contenía la maleta, sino por un amor al queso asturiano cercano a la devoción. Cuando la ansiedad, el desespero, el amor en definitiva, le hicieron plantearse la situación en la que se encontraba metido ahora, pensó que ningún perro policía podría olfatear varios quilos de explosivos escondidos entre 15 quesos de Cabrales. Además de efectivo, el queso le permitiría alimentarse una vez superados los diversos controles. Sobre el césped, tranquilamente, abrió el queso y fue dando fin al pan y el vino. Una maravilla, pensó. El sol era agradable y la temperatura, baja pero no molesta, le parecieron el acompañamiento perfecto. Se sintió como un millonario sin casa. Tan satisfecho quedó al terminar que se hubiera echado la siesta allí mismo si no fuera por el pudor que sentía a dormir en público. Además, estaban los explosivos y muchos niños revoloteando demasiado cerca como para estar tranquilo. Lo que tenía que hacer podría llegar a ser malo, horrible, pero no quería que ninguna criatura inocente acabara despanzurrada por su culpa.

“Gregorio XIII, 1582, decreto, 10 días que no existieron, Segunda Guerra Mundial”. Saúl iba repitiendo mecánicamente aquellas palabras. Él sabía que era totalmente imposible que en el momento adecuado aquellas coordenadas se le escaparan de la mente, eran la clave de todo su plan, pero volvió a entonar ese estribillo para ponerse en marcha. Desde que había aterrizado en Ginebra se había dedicado al turismo más que a otra cosa y él tenía una labor muy concreta que llevar a cabo. “Ya no hay más tiempo que perder”, pensó. Y se estremeció al darse cuenta de lo adecuado de la frase: había viajado a Suiza en busca de tiempo y el no había hecho más que perderlo. Recogió las sobras de la comilona y se acercó con su mejor sonrisa a una ginebrina rubia, dulce y tranquila, seguramente una niñera. Una vez allí, con un francés aprendido de memoria para la ocasión, preguntó a la chica como podría llegar a la Judith Kerr plasse, donde tenía su sede la Presidencia del Gremio de Relojeros Suizos. La suiza le dio las indicaciones hablando lento, claro, como si fuera uno de los niños a su cargo, quizá intuyendo que tardaría más si hablara normal. En condiciones normales le hubiera enfadado bastante que le trataran como a un crío, pero en aquella ocasión Saúl lo agradeció. Su francés, escaso por no decir nulo, no permitía ningún tipo de alarde.

Cogió el Audi y se dirigió a su destino sin más rodeos que los estrictamente necesarios: siempre se perdía en Madrid, herencia genética pura, y por eso sabía que se perdería en Ginebra. No importaba, ese exceso de calles entraba dentro de lo presupuestado. Mientras conducía recordó aquellos ojos, el verdadero motivo de que él estuviera aquí, y pensó que no había ninguna razón más poderosa en el mundo para hacer cualquier cosa, incluso, una barbaridad. Media hora después, se encontraba frente a la puerta de la Presidencia del Gremio de Relojeros Suizos. Antes de entrar recordó una vez más el estribillo: “Gregorio XIII, 1582, decreto, 10 días que no existieron, Segunda Guerra Mundial”.

Una vez en la sede relojera, con su bolsa de quesos y explosivos en la mano, se dirigió al mostrador de la recepción para pedir audiencia con el Presidente gremial. Un segundo antes de abrir la boca, notó en la recepcionista un aire familiar, algo común entre ellos.
- Usted es española, ¿verdad? Tiene un aire inconfundible-, preguntó aunque en verdad afirmaba.
-Sí, bueno no. Mis padres eran sevillanos, pero yo ya nací aquí. Aprendí castellano no por mis padres, sino para poder hablar con mi abuela los veranos-, confesó la empleada con la excesiva explicación de los que cuentan hasta las intimidades con tal de hablar. En este caso, con tal de hablar español.
-Estupendo- pensó él. -Señorita, ¿sería tan amable de propiciar un encuentro entre el Presidente y este humilde madrileño?-, preguntó con una bonita sonrisa en la cara.
-Sí, claro, suba. No tiene nada que hacer ahora. Bueno, no tiene nada que hacer en general. Es en la tercera planta, la única puerta que encontrará. Pase sin llamar-, le informó la morena hispanosuiza.
Saúl le agradeció la cordialidad con una reverencia y, ya de paso, agarró la bolsa para encaminarse al ascensor.
-¡Señor!, ¡señor!-, le interrumpieron los gritos de la recepcionista. Saúl, girando sobre sus tobillos volvió camino del mostrador.
-Dígame-, contestó. -Sólo quería decirle que Heinrich, el presi, habla español también, veranea en Cullera-, le dijo a media voz, como si contara un secreto.
-Gracias, muy amable por la información. Se ha portado usted muy bien conmigo. Tome, un Cabrales, el mejor. Se lo ha ganado por simpática-, dijo a la vez que dejaba uno de los catorce quesos que le quedaban sobre el mármol del pequeño mostrador. La dicharachera recepcionista se quedó tan sorprendida que no consiguió decir nada antes de que el visitante fuera devorado por las puertas del ascensor.

-¿Heinrich? Buenas tardes, me llamo Saúl Cataberría. ¿Podemos charlar un rato?-, dijo a modo de presentación. El suizo más suizo que se podía imaginar, grande, pelo cano que antes fue rubio, ojos azules, piel rosada, apareció ante Saúl cuando se giró el butacón del despacho.
-¡Pase! ¡Muy buenas tardes tengas usted, amigo! Imagino que Fraulein Fernández le habrá dicho que hablo español. ¿De que parte de España es usted?-, preguntó enérgico Heinrich Zwegler.
-De Madrid, pero tengo algo de prisa. Si no le importa, ¿entramos ya en materia?-, respondió, tajante el español.
-Madrid, bonito. Que pena tanto atasco. ¿Dígame que le trae por aquí?-, respondió rápido Zwegler, que, como Presidente del Gremio de Relojeros Suizos, sabía de la importancia del tiempo.
-Bueno, he estado investigando y he descubierto que durante la Segunda Guerra Mundial los aliados desarrollaron una tecnología muy avanzada para descoordinar cualquier ataque del Eje. A través de la manipulación de los relojes de la maquinaria de guerra de alemanes, japoneses e italianos, incluso de sus relojes de pulsera, los Aliados podrían impedir que Hitler y sus amigos llevasen a cabo cualquier estrategia con un mínimo de orden: cada reloj marcaba una hora distinta, es decir, el caos,- dijo Saúl sin apenas emoción. –Y también sé que los aliados desconfiaban entre sí y de los demás países, especialmente del régimen de Franco, por lo que decidieron extender esa tecnología a todo el mundo. Así estarían a salvo si nuevos países decidían entrar en la pelea-. Calló un segundo, que fue aprovechado por Zwegler para hablar.

-¿Por qué me cuenta esto a mí? Me parece una bonita historia de ciencia ficción, aunque no veo la necesidad de que deje usted su Madrid por venir hasta aquí para contarme un cuento.
-Veo que los suizos sabéis haceros el sueco—Según lo dijo, el visitante se había dado cuenta de lo malo que era el chiste. –No he terminado de relatarle mis investigaciones. Ahora entra usted en juego. Como ningún dirigente se fiaba plenamente de sus socios, los aliados decidieron dejar el último botón que ponía en marcha la manipulación horaria en manos de Suiza, país aparentemente neutral pero proclive a las potencias occidentales. Y pensaron que nadie guardaría con mayor celo la hora en el mundo que el Presidente del Gremio de Relojeros Suizos. El tiempo ha pasado y usted, con la llave de este despacho recibió además ese pequeño gran poder. Ya sabe por qué vengo a verle-. En la cara del español se notaba cierto regocijo porque veía que su plan estaba funcionando a la perfección.
-No, no sé porque ha venido a verme. Tengo que admitir mi sorpresa porque haya usted desentrañado un secreto que creía inexpugnable. ¡Felicidades! ¿Sabe? Podrá usted hacerse millonario vendiendo libros con esto. El último secreto de la Segunda Guerra Mundial. Seguro que harán una película.
-Ahora mismo conocerá el motivo de mi visita. Quiero pedirle que retrase los relojes del mundo entero 10 días. Estamos a 30 de noviembre. Pues mañana no será 1 de diciembre, volverá a ser 21 de noviembre.-dijo serenamente, como quien pide un kilo de fresas en la frutería.
-¿Queeeeeeeeeeeeeeeeeeee? ¡Yo no puedo hacer eso!- exclamó Heinrich Zwegler.
-Sí, claro que puede. El mecanismo sigue funcionando y usted tiene el poder para hacerlo-, repuso sobriamente Saúl.
-Me refería a que no tengo razones para hacerlo, ya sé que el mecanismo funciona-, respondió el operario y en sus palabras se notaba cierta ofuscación. Le ponía mucho más nervioso la tranquilidad de aquel pequeño español que las peticiones que elevaba.
-Mire, le contaré mi historia. Hace unos meses yo era un hombre desesperado. Solitario. Y en paro. Entonces decidí enrolarme voluntario en la Legión Española con la condición de que me mandaran a Afganistán. ¿Sabe? Soñaba con un entierro con honores y medallas gracias a la bala perdida de un talibán. Mañana empieza mi servicio. Pero el destino jugó a enredar un poco y me cruzó en el camino de una chica…Mire su foto, ¿a que es preciosa? Perdón, Herr. Zwegler, pienso en ella y me despisto. Pues eso, que la conocí cuando ya había firmado la entrega de mi cuerpo y alma a la Legión y ahora necesito de esos 10 días que usted me va a dar. Justo los imprescindibles para poder anular la solicitud y quedarme junto a ella. ¿Sabe otra cosa curiosa? Ella es historiadora y me contó a grandes retazos el plan aliado de la manipulación horaria entre beso y beso, que cosas. Bueno, ya ha visto esos ojos. ¿Le parecen poca razón?-, concluyó.
-Sí es preciosa, sí. El amor, un gran motivo, pero insuf…-. El Presidente no pudo concluir su frase porque el español había dejado encima de la mesa de su despacho la bolsa de deportes.
-Si el amor no le parece motivo tal vez…-. Tampoco pudo terminar Saúl porque esta vez le interrumpió el suizo. Heinrich Zwegler, intuyendo que en la bolsa podría encontrar su certificado de defunción, se apresuró a contestar:
-Lo haré, lo haré. No cometa una locura. Además, esos ojos bien se merecen diez días más-, comunicó con una sonrisa galante, cercana a la amistad.

Mientras el relojero ponía en marcha el funcionamiento del mecanismo que retrasaría todos los relojes del mundo hasta que los calendarios regresasen 10 días, una duda le asaltó en su cabeza fuertemente ordenada, de centroeuropeo.
-¿Y que diré al mundo? ¡Me asediarán con preguntas! Como comprenderá no contaré su historia, me meterían en el manicomio. ¿Qué voy a hacer?-. La angustia era evidente.
-Tranquilo, está todo pensado. Los españoles no somos tan chapuceros como se piensa, o al menos no todos. Como bien usted sabrá el Papa Gregorio XIII decretó allá por el 1582 que el día siguiente al jueves 4 de octubre fuese un viernes 15, por lo que hubo diez días que se perdieron en el limbo. Usted, cuando tenga que justificar su acción dirá que la Humanidad entera no puede regirse por un calendario modificado por el capricho de un jefe religioso, que el cristianismo le robó 10 días al resto de religiones. Dirá, muy serio, que la sociedad actual es laica y debe regirse por leyes civiles, no por antojos religiosos-. Dicho esto se acercó a la maquina que le iba a conceder el plazo que necesitaba. – ¿Le importa si soy yo mismo el que accione el mecanismo?- Su cara de niño ilusionado conmovió al relojero, que accedió caballeroso.
-Ya está, a la medianoche todos los relojes retrocederán hasta señalar de nuevo el 21 de noviembre de 2005. Felicidades, ya tiene lo que quería-, dijo Zwegler. En el fondo le hubiera gustado agradecer al chico español que no hubiera recurrido a la violencia, pero sabía que había sido burlado y acató plenamente el papel de víctima indignada. –Una última cosa- añadió el centroeuropeo. –Hágala la feliz-. Y sonrió.
-¡Por supuesto!- respondió jovial Saúl. –Mire, como ha sido usted muy comprensivo le voy a regalar una docena de quesos de Cabrales-. El madrileño comenzó a sacar de la bolsa uno por uno cada pequeño manjar. Zwegler se alteró muchísimo, pensó que en uno de los viajes a la maleta la mano del español volvería junto a un arma.
-Tranquilo señor, no explotan-, comentó burlón Saúl al ver el gesto descompuesto del relojero. Acto seguido, le estrechó la mano y salió del despacho. Heinrich Zwegler se sintió muy ridículo. Pensaba que había cambiado la fecha del planeta a cambio de una docena de quesos, pero no sabía que en verdad había salvado su vida.

-Hasta luego, buenas tardes-. Saúl se despidió de la recepcionista sin darla tiempo a la réplica.

Montó en el Audi y, camino de la panadería donde volvería a comprar una baguette para cenar el último de los quince quesos, aprovechó cada semáforo en rojo para tirar una por una cada pieza de los desmembrados explosivos. Un rato más tarde, ya dentro del avión, devoró el Cabrales y el pan, su comida favorita y tanto placer le hizo inevitable acordarse de los ojos de ella.


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No hacen falta dedicatorias, no?

09 diciembre 2005

Diario

Hace apenas un suspiro, cuando tenía 22 años, me senté en un vagón del metro y empecé a leer La Conjura de los Necios. Ahora, acabo de levantar la vista de la última palabra del libro y he descubierto que tengo 65 años, el pelo canoso y un cheque que pone 'jubilación'. Esa ha sido mi vida.