10 octubre 2008

Xoriguer os cuenta un cuento

La verdad es que se partía de risa cada vez que le pasaba. Lo que se dice partirse, literalmente. Empezaba a reírse con la carcajada de un loco, gritando casi, y a golpearse con las manos en las piernas con la fuerza inacabable de los que son felices en ese mismo instante. Otro cualquiera se descoyuntaría en ese ritual. Él no. Le pasaba tan a menudo que estaba acostumbrado. Nunca dejó de hacerle gracia ver salir de su nariz un par de amapolas rojas cada vez que estornudaba. Era como esos compendios de magia sencillotes, que vendían en Navidad las empresas jugueteras, compuestos de una cuerda con un nudo falso, una varita plegable y una chistera de pega de la que salía sin mucho misterio un conejo de peluche. Estornudaba e inmediatamente brotaban de sus fosas nasales dos amapolas de un rojo reventón. En invierno siempre iba a pecho descubierto, con la camisa desabrochada hasta el ombligo para lucir ibérica pelambrera y, sobre todo, para resfriarse. Le encantaba constiparse. Así tenía material de sobra para hacer reír a los niños de su barrio con su extraño poder. Saúl estornudaba casi a voluntad siempre que algún renacuajo se lo pedía con un mínimo de educación. Luego le daba al mocosillo las dos flores con la inesquivable obligación de que le regalara las amapolas a su madre. Todas las amas de casa en tres kilómetros a la redonda alegraban el blanco sus cocinas con dos campestres manchas rojas. Ningún marido era tan detallista como para llenar de flores con tanta frecuencia los jarrones de la casa.

Saúl era el hombre más famoso de su barrio. Doscientos centímetros de pelo y músculo envolviendo una continua sonrisa eran imposibles de pasar inadvertidos. Mastodontes como él había varios en Carabanchel, pero ninguno en perenne estado de felicidad. Y mucho menos con tal habilidad de jardinería nasal. En los bares, entre cerveza y cerveza, los vecinos se ciscaban tanto en los empresarios y los políticos como especulaban sobre el origen de la extraña proeza cotidiana de las flores rojas. La mayoría pensaba que era un simple juego de manos, como sacar una moneda de detrás de la oreja o hacer desaparecer un pañuelo dentro de un puño. Otros aseguraban que era un mecanismo de la rara ingeniera de los circos: un tallo de plástico retráctil coronado por unos pétalos de tela. Los más beatos pensaban que era un santo que había sido enviado para regalar a todo prójimo una sonrisa y un par de flores a partes iguales.

Entre estornudo y estornudo los días fueron convirtiéndose en semanas, las semanas en meses y los meses en años hasta que un invierno llegó más frío de lo habitual. El pecho de Saúl siguió al descubierto, como siempre, pero la erosión del tiempo y los infinitos resfriados mal curados lo habían convertido en un abuelito vulnerable. La pulmonía fue tan letal que Saúl murió entre miles de amapolas, que le dieron una extraña y bermeja sepultura.

2 comentarios:

Ana dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ana dijo...

Hola, me encantaria hacer un humilde comentario a este cuento.

Es una pena que cuando nos empezabamos a imaginar las caras de sorpresa, los ojos de admiración y todo y cuanto envolvia a este mago que con esa capacidad de emitir petalos por su nariz,hacia que todo fuera un poco más mágico, termine tan apresuradamente.Continúalo!merece la pena!.Un abrazo