18 marzo 2011

(San)Juan María

El Padre Juan María era la prueba viviente de la existencia de Dios y de que el amor por él todo lo puede. Cuanto más cuesta arriba se le puso el camino, más amó a sus prójimos, más gracias dio al Altísimo y, aunque no debiera decirlo, mejor párroco fue. Antes de la enfermedad, Don Juan María era un sacerdote serio, austero. No era muy querido dada su poca predisposición a la vida social, aunque los feligreses, sobre todo los más mayores, apreciaban su ortodoxia y rectitud. A mí, su acólito, me trataba con respeto, pero con frialdad y eso que nos unía cierto compañerismo de forasteros: él era de Ciudad Real y yo, de Albacete. Es decir, dos manchegos en Calamocos, Castilla León. Al principio de nuestra relación hablaba poco, lo justo para hacerme ver qué necesitaba de mí. Con los vecinos, lo mismo: sólo conversaba si el tema giraba en torno a Dios, al alma, el pecado o la moral. Nunca se le vio tomando un chato de vino en el bar, pese a la insistencia de los feligreses, ni comentando las novedades de la política o el deporte. Tampoco era como otros religiosos, dados a la glotonería, y que Dios me perdone por acusar a mis hermanos. Quizá la única distracción que se permitía era fumarse un pitillo de Pascuas a Ramos. Tenía un sobrecito con tabaco de liar y un librillo: se hacía los cigarros muy finos, sin filtro, se los fumaba en la parte de atrás de la Iglesia y, la verdad, nunca me pareció que los disfrutara mucho.
Pero de sólito se quejaba de dolor de espalda y yo siempre pensé que ésa era la razón de su malhumor, porque una cosa es vivir en Dios y otra distinta es estar amargado. Juraba en arameo, en voz muy bajita, casi a cada movimiento. Hace cosa de un año el dolor se propagó hasta las piernas y los brazos, llegando a un punto insoportable para él y para mí, que me hacía la vida imposible. Le pedí que fuera al médico y, muy a mi sorpresa, me hizo caso: llevaba 17 años en Calamocos y era la primera vez que visitaba al galeno. Se fue a la consulta un lunes, bien temprano, y no me dejó acompañarlo. Regresó antes de lo esperado, con un humor más sombrío de lo normal.
-¿Qué clase de médicos salen ahora de las facultades?-, me gritó nada más verme, como si yo tuviera alguna culpa.
-Pues... no sé. ¿Por qué lo dice?-, pregunté con cierto miedo dado su enfado.
-Ése que hay ahí en la consulta ni es médico ni es ná. Es un hippy, un desastrado, un... un... un...- El Padre Juan María se atascaba entre su ira- Un... andrajoso. ¡Eso es! Parece un pordiosero... ¿Ése me va a curar a mí?
-Ahh, Tino, sí. Pues es muy buen médico. Yo tenía...- Juan María me atravesó con la mirada y no seguí hablando puesto que parecía que le ofendiera que alabara las dotes del galeno.
-Además, ¡será su segundo día de trabajo!
-No, Padre- apunté- Lleva en la consulta cinco años.
-No será así cuando no le he visto por la Iglesia nunca...-, argumentó mi superior.
-Lo mismo no es creyente.
-¡No hay ciencia sin Dios!-, dijo, mientras la punta de su furioso dedo índice derecho se clavó en el cielo de la habitación.
-Padre, Padre, bueno, tranquilidad. ¿Qué le ha dicho el médico?-, zanjé.
-¡Nada! Según le vi con esos pelos, esa barba y esa camiseta de colorines, me fui.
-No es muy piadoso prejuzgar, Padre-, me atreví a decir. Y añadí:- Además, no le queda otra que confiar en él. Con tantos dolores no se puede servir bien a Dios.
-De verdad, es usted una mosca cojonera. No sé qué es peor, el dolor o escucharle-, soltó Juan María y aquello fue lo más parecido a una palabrota que le oí decir en su vida.
-Escucharme, sin duda. Así que monte en el coche, que le llevo a ver al médico-. Nos miramos con cara rara, porque eso de que yo le diera órdenes a él era nuevo para ambos.
-¿Al hippy ése?-, rezongó mi superior.
-Por ahora, no hay otro-, dije, mientras le empujé camino del coche.

Una vez en la consulta a Juan María parecía molestarle más tener que darle explicaciones a aquel melenudo que el propio dolor. Pero Tino hizo su trabajo con gran profesionalidad, obviando la animadversión que le profesaba su paciente. Le exploró de arriba a abajo, tocando todos los músculos de la espalda, primero, y los del abdomen después, y un poco más tarde los de las piernas, en busca de la causa del dolor del párroco. Como no encontró nada no tuvo más remedio que enviar a Juan María al hospital provincial para que le atendiera un especialista. Cuando salíamos, Tino me dijo que quería hablar un segundo a solas conmigo.
-Carlos, ¿suele vomitar Juan María?
-No, que yo sepa. ¿Por qué lo dice?-, repregunté.
- Pues... cuando el dolor no tiene una evidente causa física, la culpable suele ser una causa... mmm, digamos, química...-. Dudó un par de segundos y en ése lapso su rostro se volvió sombrío- Ojalá me equivoque, pero parece cáncer. Y grave.

Y lo que vieron los encorbatados médicos del hospital, tras una miríada de pruebas y análisis, fue lo mismo que los ojos rojos de Tino: Juan María sufría cáncer de huesos, probablemente la enfermedad más dolorosa que exista, en fase avanzada. Con mucha suerte, podría vivir dos años más, dijo el oncólogo.

La primera semana tras el diagnóstico Juan María era un fantasma arrastrando una pesada bola de hierro. No por aquello de que uno se pone malo cuando se entera de que está enfermo, sino por la evidente injusticia de aquella sentencia a muerte. Sé que lo que más le dolía a Juan María era la crisis de fe que aquello le provocó: su duda acerca de las decisiones de Dios. Pero el párroco era un hombre de profundas creencias y a los pocos días reaccionó, aunque de una manera que yo no hubiera esperado nunca. Por aquel entonces apareció un día por la casa pastoral Tino, el médico, con su sonrisa perenne. Cuando me preguntó por Juan María barrunté la poca gracia que le haría esta visita a mi superior, pero fui a buscarle. Mientras me dirigía a cumplir el encargo le pregunté qué le traía por estos pagos y el doctor tuvo que alzar la voz. «Vengo a ayudar a su compañero con el dolor», dijo, y la última palabra rebotó varias veces en las paredes del salón. Juan María salió de su habitación y me instó a dejarles a solas. Me fui a dar un paseo y regresé justo cuando se despedían en la puerta, Tino con su sonrisa a cuestas y Juan María con gesto de crispación. Las visitas del médico continuaron en los días siguientes y al terminar las reuniones el enfado de Juan María era siempre el mismo. Hasta que Tino apareció con Matías, un señor muy mayor, parroquiano habitual, que irradiaba felicidad y tranquilidad. Ése día, a mi regreso a la casa pastoral, me encontré con un Juan María más relajado que de costumbre. Hasta comenzó a hablarme sin que yo dijera nada.
-Tino y Matías, que sufre el mismo cáncer que yo, me han convencido de que el dolor se puede mitigar. Yo creía que como hombre de Dios debía aceptar lo que Él me mandaba, pero, narices, no creo que me convierta en peor cristiano por dar esquinazo a un par de penurias. Me han dado su secreto ¡y a fe qué funciona!

Desde ese momento en el que el dolor desapareció de su vida, Juan María fue una persona nueva. No creo que llegara a pensar que sus días estaban contados, porque era todo alegría. Entre cigarro y cigarro, vicio al que se entregó por completo, empezó por llenar la casa de los quemadores de incienso que le regaló a puñados Tino. Le gustó, porque hizo lo propio en la Iglesia con el incensario, que andaba abandonado desde que tomó posesión. Siguió por decorar la casa con telas de colores y lamparitas porque, según le habían explicado el médico y Matías, estaba demostrado que una decoración alegre repercutía beneficiosamente en la salud de los enfermos. Y al poco comenzó a hablar mucho, muchísimo, hasta por los codos, y siempre aportaba un punto de vista optimista desconocido en él. Salía a la calle y se fumaba un pitillo con cualquier parroquiano que estuviera dispuesto a charlar, de lo divino o de lo humano, con él. Éstos agradecían la nueva calidez del antes gélido cura y celebraban su insospechada simpatía. Con las mujeres no paraba de hablar de comida y de lo hambriento que se encontraba ahora, para su sorpresa, él que había sido de tan poco y mal comer. Les decía, con algo de malicia, que de un tiempo a esta parte se pirraba por los dulces, en especial si tenían chocolate. Y las buenas mujeres corrían a sus cocinas a preparar el mejor pastel para Juan María, contentas de poder, al fin, mimar al cura del pueblo como habían visto hacer a sus madres y abuelas y éstas a su vez a las suyas. Así que teníamos la casa todo el día llena de viandas, sobre todo de dulces, que Juan María devoraba a todas horas, pero en especial si se tiraba un buen rato encerrado en su despacho tomándose sus medicinas o simplemente, meditando.
-No sé, debe ser que las pastillas y esas cosas que me ha dado Tino me dan hambre-, se justificaba el buen hombre, con la boca llena y dos pedazos de tarta en cada mano, como avergonzado por tanta glotonería.

La nueva actitud de Juan María dio vidilla al pueblo, que no hablaba de otra cosa. Todo el mundo le paraba por la calle y cruzaba unas palabritas con él, que solían acabar en agradables sonrisas cuando no en risotadas. Mi superior no daba puntada sin hilo, y aprovechaba cada conversación para soltar aquí y allá un «vente el domingo a misa y pasamos un buen ratito juntos, amigo». Y no sé si fue por la campaña de publicidad o porque verdaderamente se había ganado un hueco en el corazón de los vecinos, un domingo la iglesia estaba a rebosar. Me asomé mientras preparábamos la celebración de la eucaristía y vi que hasta los adolescentes del lugar se habían procurado un sitio en el fondo del templo.
-Juan María, hoy tendrá que emplearse a fondo. Tiene mucha audiencia-, solté a medio camino entre la broma y la advertencia. Y desde luego que me hizo caso, porque la homilía que vino después pasó a la historia:

"Hermanas, hermanos, no veáis cómo me alegra ver a tanta gente aquí, ¿sabéis? Sí, porque durante mucho tiempo he sentido que andaba sólo por el mundo, pero ahora os tengo a todos dándome calor, dándome fe, dándome paz y amor. Paz, eso es. Sé que esto es un pueblo pequeño y que en los pueblos pequeños no hay secretos: todos estáis enterados de lo que me pasa, ¿a que sí, pillines?-, dijo, y pidió con las manos a los feligreses que respondieran en voz alta. Los más mayores dijeron un sí serio y circunspecto; lo más jóvenes, un sí alegre e indiscreto- Y habéis reaccionado de una manera... no sé, ¿flipante? ¿Es esa la palabra? Creo que sí. Antes cuando era el soso pero sano curilla del lugar no me dabais ni bola... bueno, ni yo a vosotros... jiji... Pasabais mucho de mí y ahora que sabéis que tengo cáncer y que voy a morir me arropáis, me transmitís energía positiva, me dais paz y amor, hermanos, y eso me llena de alegría. Vosotros lo llamáis civismo o, incluso, caridad, pero yo lo que veo es el amor de Dios, que os ha convencido para que no me dejéis solo ahora que la cosa se pone chunga. ¿Queréis un consejo? Pasad de la Biblia. La Biblia estuvo guay hace 2000 años, pero ya los Hechos de los Apóstoles y todo eso es una antigualla. Pasad de la Biblia y hablad entre vosotros, relacionaos, charlad con todo el mundo, en especial con los desconocidos, y descubrid las cosas fascinantes que os pueden aportar, porque son vuestros hermanos, porque Dios se expresa a través de ellos, porque en ellos vive Jesucristo... Y nunca bajéis la cabeza, hermanos, hermanas, ni reneguéis de Él por mal que os vaya. Fijaos en mí, que Dios me envió un cáncer no para putearme, sino para hacerme ver el amor que sentís por mí y que yo siento por vosotros, para revelarme lo bello que es sonreír a todas horas, la buena gente que me rodea y lo cojonudos que sois todos, hermanos. Os voy a contar un secreto, pero no penséis que estoy loco. De un tiempo a esta parte puedo volar. Sí, hermanos, vuelo. Vuelo sobre el dolor que me tenía amargado y vuelo sobre vosotros gracias a vuestro cariño, a Jesucristo y a María. Hermanos, me empujáis bien alto para que vea todo con otra perspectiva. Y ¿sabéis una cosa? ¡¡Se está genial en las alturas, cerquita de Dios!!".

Juan María calló y de repente, el fondo de la iglesia rompió en una estruendosa ovación. Los jóvenes aplaudían a rabiar, hasta chiflaban como se hace en los teatros o los estadios y el sacerdote no cabía en sí de gozo, dando las gracias doblándose por el tronco como un director de orquesta. En la zona de los viejos destacaba la figura de Matías, el único que se había puesto de pie para manifestar su entusiasmo, mientras que sus quintos miraban al abuelete con la misma cara de asombro con la que se dirigían al sacerdote. Tino, que empezó a dejarse caer por el templo, sonreía con satisfacción desde una esquina.

Tras aquello, corrió la voz por la comarca y empezó a venir gente de otros pueblos, atraídos por la novedad de un cura divertido, diferente. Pronto se hicieron eco de su existencia los periódicos y las radios locales y eso nos supuso más visitantes aún. Así, tuvimos que, por primera vez en décadas, ofrecer la Santa Misa del domingo en dos turnos distintos: uno a las 10, frecuentado por los abuelos, y otro a las 12, copado por los nietos. Pero igual que crecía la fama de Juan María, crecía la voracidad del cáncer. Cada día estaba más delgado pese a las tartas hipercalóricas que le preparaban las señoras del pueblo y que él devoraba con ansia. Y no perdía el buen humor, pero se movía de un lado a otro como sin fuerzas: estaba tan débil que no podía ni con las palabras, que arrastraba cada vez más penosamente. Hasta el blanco de los ojos se tornó en rojo. Más de una vez Tino tuvo que salir al rescate de Juan María. Empezaba sus homilías, tan originales (y a la vez piadosas) como siempre, pero a mitad de sermón se quedaba en blanco o perdía el hilo y lo retomaba por donde no era y al darse cuenta se callaba tan sorprendido como avergonzado. Entonces, el médico subía al púlpito, le suministraba una pastillita, le hacía sentarse y se dirigía al resto de feligreses:
-Discúlpenle. Ya saben que está muy enfermo y los medicamentos que le doy a veces tienen potentes efectos secundarios.
Y el pueblo demostraba su bondad dedicándole un gran aplauso, que él agradecía con un leve movimiento de cabeza.

Todo esto, claro, llegó a oídos de la Diócesis y del Obispo de León, que se personó en Calamocos para hacer ver a Juan María su preocupación por la fama que estaba tomando: no le hacía mucha gracia que apareciese tanto en los medios un sacerdote que si no se desmayaba sobre el púlpito instaba a los feligreses a dejar de lado los cauces habituales de la Iglesia para encontrar a Dios. Quería sustituirle, pero no hizo falta argumentar nada para hacerle cambiar de idea: bastó con que salieran juntos a pasear por el pueblo. Daban tres pasos y algún jubilado se acercaba para contarle al Obispo las bondades del sacerdote, daban otros tres y alguna enternecedora abuelita les gritaba desde la ventana de la cocina para que se acercara a recoger una tartita o un tocino de cielo o cualquier otra delicia, daban otros tres y los chavales recién salidos del instituto se acercaban a Juan María, le saludaban con esos gestos modernos de los chicos de hoy en día, le contaban las novedades y le emplazaban, con un gesto cómplice y cariñoso, para tomarse una cañita después de la misa de esa tarde.
-¿Disculpen, jóvenes, vais a Misa todos los días?-, inquirió el Obispo al grupo de adolescentes.
-¡Claro!-, respondió la turba- No nos perdemos los sermones de Juanma por nada del mundo-, dijo una chica de ascendencia caboverdiana- Cada día nos abre más la mente, es... es... brutal. Nos encanta lo que nos cuenta de Jesús o de María-, apuntó otro con el pelo lleno de rastas.

Claro, visto lo visto, su Ilustrísima no tuvo más remedio que mantener en su puesto al único sacerdote del que tenía conocimiento que lograba que los jóvenes fueran a Misa ¡todos los días! Tan encantado quedó que, incluso, destinó un dinerillo de lo que él llamó «fondo especial» para que Juan María «lo invirtiera en afianzar el interés de los adolescentes en la Iglesia».

Al día siguiente Juan María llamó a Tino para consultarle qué hacer con el encarguito del Obispo.
-No sé, macho. Yo de religión ya sabes que poco. Pregúntame de medicina o de plantas, pero de eso...-, dijo el médico.
-Pues mal vamos. Yo tengo la cabeza embotada con ésas cosas que me das para el dolor-, se excusó Juan María.- Pero esto no va de religión, hermano, esto va de hacer algo con los chavales y tú tienes una buena conexión con ellos.
-Hombre, lo más que te puedo decir es que cuando yo era pequeño a veces en la parroquia nos llevaban de convivencia.
-Vale, pues toma los dineros y móntalo todo a tu aire-, ordenó mi superior.

Así, Tino se encargó de poner anuncios en el pueblo para que los chicos se apuntaran a la convivencia, de explicar a los padres cuál iban a ser las actividades, de encontrar el lugar al que ir, de pedir las tiendas de campaña a sus amistades, de alquilar la furgoneta, hasta de comprar la comida, la bebida, el tabaco y demás cosas recreativas. Llegó el viernes y en el minibús se montaron Juan María, Tino, cuatro mozalbetes y tres chavalas, todos ellos habituales de las últimas bancadas de la iglesia y de las cañas post-eucaristía. El médico se sentó al volante, puso a Bob Marley en la radio y enfiló por la carretera que llevaba al Embalse de Bárcena en cuyas proximidades había conseguido que unos amigos contraculturales, según los definió él, le alquilaran una finquita para hacer la acampada.
Yo me quedé en tierra, así que el relato de lo que viene es lo que he podido sacar uniendo los testimonios de unos y otros. Parece ser que llegaron al lugar elegido, montaron las tres tiendas de campaña (una para Juan María y Tino, la más grande para los chicos y la tercera para las chicas) formando un corrillo y en el medio pusieron unas piedras para que sirvieran de hogar a la fogata, el sacerdote les contó lo feliz que quedó el Obispo en su visita a Calamocos y lo importante que era para la Iglesia Católica que los jóvenes se interesaran por ella, los adolescentes le contestaron que con esas homilías tan guays ellos siempre estarían allí, Tino se puso manos a la obra con la comida, se pelearon tanto por el chorizo que llevó Amelito, unos de los chicos, como por las setas del médico, al parecer su mayor especialidad culinaria, bebieron vino, puro los adultos, rebajado con refresco los jóvenes, y se dispusieron a pasar una sobremesa de confidencias y charlas.
Juan María se encendió un cigarro, el restó le imitó y comenzó a contarles a los chavales anécdotas del seminario, como aquella de cuando los gitanos entraban a robarles las zapatillas y ellos tenían que defenderse con los puños o la de cuando tenían que mearse en las manos para que éstas entraran en calor del frío que hacía en los claustros. Se encendió otro pitillo y les habló del amor de Dios, de Jesús y de María, de la felicidad de servir al prójimo, de que no hacía falta saberse La Biblia para ser un buen cristiano, que bastaba con hacerle la vida más fácil a los que te rodean. Comenzó un tercer cigarrillo y les cantó «Si los curas comieran piedras del río, no estarían tan gordos los tíos jodíos», tonadilla que, al parecer, hizo furor y se convirtió en la banda sonora de la convivencia. En ese punto, el encuentro pasó de una convivencia religiosa a una fiesta juvenil: bromas, chistes, risas a raudales, casi por cualquier cosa. Los chicos hicieron fotos con sus móviles de ese momento y en ellas se aprecia los rostros de placidez, de relajada felicidad de Juan María y Tino ante la exhibición de vitalidad y alegría de sus acompañantes.

-Noto que me muero-, soltó de repente Juan María y se hizo el silencio. -Se me va la vida y me hace muy feliz compartir estos últimos momentos con vosotros-, Tino le puso una mano en el hombro.- Pero no estéis tristes por mí, recordar aquello que dije en la iglesia hace algún tiempo, vuestro amor me da alas, hermanos...¡¡Puedo volar!!

Tino insiste en que lo que dijo después lo hizo en broma, por quitar hierro al asunto, ya que el ambiente se volvió muy sombrío al hablar de un tema tan trágico, y que nunca hubiera imaginado lo que vendría después:
-¡Joe, tronco, qué pesado con lo de volar y volar! ¡Déjate de palabritas y vuela de una vez!-. Al parecer los chavales apoyaron la idea con una sonora carcajada y gritos de «¡no hay huevos, Juanma, no hay huevos!».

Juan María les miró de hito en hito, incluso con gesto un poco chulesco. Hizo crujir el cuello. Estiró los brazos. Apretó las mandíbulas. Abrió muchos los ojos. Todos me recalcaron lo especial de su mirada, como alucinada. Se concentró un minuto. Rezó un padrenuestro. Y, sin previo aviso, comenzó a levitar. Mientras ascendía las piernas se mantuvieron cruzadas como las de los yoguis. En medio minuto ya estaba a un par de metros del suelo y tocó con la yema de los dedos el techo de las tiendas de campaña, como para cerciorarse de que no estaba alucinando.
-Veis, hermanos, ¡vuelo, vuelo!-, decía Juan María con más sorpresa que entusiasmo.

El silencio era absoluto. Tino dice que pudo apreciar el sonido de las mandíbulas de los adolescentes desencajándose. Mientras, Juan María se movió en círculos por encima de las ocho cabezas restantes. Luego, comenzó una frenética subida hacia lo alto mientras se reía a pleno pulmón.
-Y me mirabais con cara rara cuando os dije que vuestro amor, hermanos, me hacía flotar... ¡Creed, creed!-, gritó casi entre las nubes, un segundo antes de desplomarse hasta el suelo. Quedó tumbado boca arriba, con una serena sonrisa de oreja a oreja. Apenas podía respirar. Hizo un esfuerzo y tomó un poco más de aire de lo habitual.
-Allá arriba me ha parecido ver a la Virgen María-.
Y murió.

Así que aquí estoy, seis años después, en el aeropuerto de Barajas junto al Obispo de León, que se empeñó en presentar él mismo en persona la causa ante el Vaticano para que Juan María, que en paz descanse, sea considerado Beato. El Obispo dice que le ha contado un pajarito que hasta el mismísimo Papa está entusiasmado con la idea de ampliar el santoral. En unos minutos sale nuestro avión camino de Roma. Y en cuatro horas estaremos entrando a la Santa Sede, en dónde entregaremos los testimonios de Tino y los siete adolescentes para probar el milagro de la levitación. Supongo que, como compañero suyo que fui, me entrevistarán. Les diré toda la verdad, claro.

04 marzo 2011

Tres cervezas

Me faltan cojones para hacer algo grande en esta vida. En algún momento quise ser escritor y si los tuviera empezaría a serlo ahora mismo. Roma sigue sumergida bajo el diluvio y yo no tengo nada que hacer. Podría emborracharme hasta rondar el coma etílico y hacer algo memorable y absurdo en plan Bukowski, como destrozar esta casa en la que vivo como invitado. Podría empezar estampando el ordenador de mi amiga contra el ventanal que hace de puerta y quemar después todas sus pertenencias. Mañana me despertaría no sé bien dónde ni cómo, pero tendría algo auténtico que escribir. Y sin embargo aquí estoy, bebiendo tímidamente un par de cervezas, mirando con miedo la botella de Ballantines abierta en la estantería. Noto que me faltan cojones porque estoy hablando a través de internet con una chica que un día quise follarme y sé que a ella le gusta la literatura. Sé que estamos en distintos países, pero estoy intentando ligármela. Le pido que me deje leer sus escritos, le digo que lo que escribe es muy bonito y le dejo leer algo mío. Se emociona. Me dice que le encanta, que es buenísimo. Pienso que, si tuviera cojones, le diría algo así como «¿Tan bueno como para que me hicieras una mamada?» y después la gente cuando leyera esta anécdota pensaría que claro, con una mentalidad así, normal que escriba cosas tan raras y buenas. Pero me conformo con decirle que no merezco los elogios, me hago el modesto y esas mierdas hipócritas.

Me faltan cojones. Soy valiente, sí. Un día dejé un puesto cómodo en un periódico. En la última época me dedicaba a escribir lo que me decían sin pensar nada ni enfadarme por la poca dignidad que eso acarreaba. Llegaba tarde a la redacción, tecleaba aquello que me decían y me iba. El sueldo no era alto pero casi era un trabajo de por vida. Y un día lo mandé todo al carajo sin saber a dónde ir. Acabé de jardinero en un campo de golf en pleno Círculo Polar Ártico, en las Islas Lofoten, Noruega. Hay que ser valiente para hacer algo así. Pero otra cosa es tener cojones. Si los hubiese tenido me hubiese sumergido de lleno en un plan casi perfecto. Allí en Lofoten nadie cierra las puertas con llave. Las del coche, incluso, las dejan puestas. Me llevó poco comprobarlo. Sentado en un parking de un centro comercial, esperando a no sé quién, lo vi claro. Sólo tendría que esperar a que el dueño se metiera en el supermercado para sentarme al volante y conducir. Podría recorrer cientos de kilómetros a lo largo de violentas montañas con la alucinada luz de sol de medianoche como faro, llegar a otro pueblo de confiados granjeros noruegos, de paletos con sueldo astronómico, vamos, aparcar el coche robado y llevarme otro con la misma facilidad, para ponérselo un poco más complicado a la Policía. Me alimentaría entrando a las casas cuando sus dueños salieran a la compra o pescar en sus botes neumáticos. Haría muchas fotos. Y por las noches me emborracharía. Seguiría así días y días hasta que acabara en el trullo. Y ese tiempo a la sombra lo utilizaría para escribir un libro genial en el que exageraría mis vivencias como prófugo. Guardaría las fotografías para venderlas después a precio de oro, cuando mi libro hubiese triunfado, a algún suplemento dominical pseudo vanguardista. Noruega es una mina para el que quiera hacer el mal y yo lo más gamberro que hice fue racanaearle algo de dinero y unas cuantas cervezas al tontolaba de mi jefe.

Roma me recuerda a cada paso que me faltan huevos para ser recordado. Roma tiene tantos vestigios que destruir, tantos escenarios perfectos para atraer hacia mí el foco. Podría hacer mil barrabasadas y luego montármelo de nuevo gurú en un libro al estilo Coelho diciendo que alcancé la felicidad porque no tuve miedo de hacer lo que me pedía mi alma. Podría empezar con el Moisés de Miguel Ángel: no me costaría ningún esfuerzo entrar a la iglesia en la que está, San Pietro in Vincoli, con un martillo en la mochila, superar la pequeña valla que separa al público de la estatua y dejar la obra maestra hecha pedazos mientras grito ¡abajo los cornudos! o algo igual de estúpido. Pero todo lo malvado que me atrevo a ser es no echar la monedita de 50 céntimos en la caja de la iluminación del Moisés y sentarme a esperar lo que haga falta hasta que algún japonés suelta la tela y entonces, gratis, hacer la foto para luego subirla al Facebook. Luego podría entrar con una puta al Coliseo y follar junto a la cruz cristiana que puso allí el Papa Benedicto XV mientras cientos de turistas atónitos retratan sin piedad mi polla y mis michelines. Al poco las fotos circularían por internet y yo estaría más cerca de ser una leyenda. ¡Qué coño! Podría follar con esa misma puta en cada una de las atracciones más visitadas de Roma: el Pantheon, la Piazza de Spagna, Campo dei Fiori, apoyado en uno de los tritones de la Fontana di Trevi. ¡Chico, qué filón! Seguro que los medios se matarían por ser los primeros en entrevistarme. Luego, con la pasta que ganara podría montarme una productora audiovisual con un programa estelar: «Follando por el mundo». Saldría yo metiéndola delante de las principales atracciones turísticas de cada país con alguna moza representativa de la población femenina local.

Pero no es que no me atreva a hacer los grandes planes. No puedo ni con los más pequeños y humildes. Más de una tarde de aburrimiento he pensado en acercarme a algún burdel. He pasado horas y horas planeando la logística del encuentro en internet mientras daba vida a la idea, que casi siempre me salía con la misma forma: buscaría a alguna putita peruana, cubana ecuatoriana o boliviana y me pondría a hablar con ella. Desde bien pronto le dejaría claro que mi intención no sería la de metérsela, sino la de charlar. Le diría que por diversos motivos la vida me había traído hasta Roma, que estaba muy aburrido y no tenía con quién charlar (lo que no sería mentira en absoluto), rechazaría sus ofertas de tener sexo anunciándola que tenía novia y aunque viviera en otro país no quería serla infiel, sólo palabras, compañía, charla. Si fuera necesario le pagaría por ese rato de conversación y un buen rato después me marcharía como todo un caballero. Volvería al día siguiente y repetiría cada paso de la jornada anterior. Al irme le diría, con tono inocente: «Oye, ¿qué te parece si un día de estos nos tomamos una pizza?». En mi plan ella siempre dice que sí y si no lo dice, volvería hacer lo mismo hasta que diera con una que respondiera afirmativamente. Entonces, nos cambiaríamos los teléfonos para hacer más fácil el encuentro. La llevaría al Trastevere a pasear por los rincones más viejos, sucios y románticos de la ciudad y charlaríamos de nuestras respectivas tristezas de extranjero con vida turbia. Ella me diría que extraña las arepas y yo le respondería que el risotto es una puta mierda comparada con la paella. La invitaría a venir un día a casa a comer una paella cocinada por mí. Acabaríamos en un restaurante bonito y caro en el que sirven una deliciosa pizza con flor de calabaza y anchoas. Pagaría yo y al salir la acompañaría a su casa simulando ser un chico decente y me despediría de ella en el portal. Volveríamos a quedar otro día, y otro, y otro, y otro, y yo la escucharía hablar horas y horas. Irremediablemente acabaríamos teniendo sexo y, por consiguiente, algo parecido a una historia de amor. Yo, por supuesto, acabaría con el tiempo escribiendo una preciosa novelita romántica, con el personaje de la puta-novia y sus dudas y ansiedades perfectamente retratado, acerca de cómo las almas solitarias y apaleadas por la suerte también tienen derecho a una pequeñita porción de felicidad. Pienso en ese plan magnífico y se me pone la piel de gallina, pero al final lo que acabo haciendo es masturbarme de tan cachondo cómo me ha puesto mi magnífica historia con la chavala peruana (o boliviana o cubana o lo que sea), apago el ordenador y me pongo a jugar a los marcianitos en el móvil.

Por cierto, a estas alturas ya ha caído la tercera cerveza. Beber eso y escribir estas cuatro palabrotas es todo lo que me atrevo a ser.