02 noviembre 2011

La lectora

En el pueblo todos los mozos me dijeron que me iba a cambiar la vida, pero creo que ellos nunca sospecharon hasta qué punto iba a ser así. Supongo a que se referían a que no tendría que esperar a que fuera miércoles y el cine itinerante llegara a la aldea de al lado para ver una película o a que tocaría con mis manos las paredes del Santiago Bernabéu. Era el verano en el que cumplí 18 años. Y mi primera decisión como mayor de edad fue dejar atrás la aldea, la huerta y las cuatro vacas de mi padre e irme a vivir a Madrid con mamá, que se divorció cuando se dio cuenta que el atractivo granjero no era más que un paleto fuerte, guapo, a veces tierno y casi siempre violento. En el pueblo trabajaba de cartero y mi jefe, al enterarse de que me mudaba a la capital, me consiguió un trabajillo temporal en Correos. Pero yo lo que quería era estudiar.

Así que llegué a Madrid en autobús, a la estación de Méndez Álvaro. Mamá no pudo ir a buscarme porque trabajaba, pese a ser sábado, pero me dio las instrucciones para llegar fácilmente a casa: nada más bajarme del coche de línea debería entrar al hall de la estación, buscar un cartel con una M enorme de Metro y andar para allá. Pagar el euro y medio del billete sencillo y buscar el tren de la línea 6 que fuese hasta Pacífico, allí salir y cambiarme a la línea 1 hasta Sol y, de nuevo, bajarme para encontrar la línea 2, que me dejaría en Quevedo, en casa. Recuerdo el pavor que me daba esa maraña de información, de trenes en dos direcciones, ése lío total. Estaba convencido de que acabaría perdido, pero la voz de mamá en el teléfono diciéndome que estuviera tranquilo, que era un chico muy listo y que lo haría bien y que, si no me aclaraba que no tuviera miedo a preguntar, me tranquilizó tanto que al final no me quedó otro remedio que moverme por el subsuelo de Madrid como si fuera un experto.

Era un día de inicios de julio y la calle parecía un horno. Con el paso del tiempo me acostumbré, pero me dejó alucinado cuando sentí por primera vez que la suela de las zapatillas se quedaba pegada al asfalto de la carretera que separaba la boca de Metro de mi portal. Allí en el pueblo nunca hacía tanto calor y, bueno, como casi todos los caminos eran de grava no había manera de sentir aquello. Entré en casa con la llave que me había dado mamá, como único regalo, en las últimas Navidades. Dejé caer la mochila en el recibidor, sin mirar dónde iba a parar, y me apresuré a abrir todas las ventanas para intentar que entrara algo de aire que sofocara el calor: primero abrí la puerta corredera de la terraza del salón, luego la cristalera de la cocina, después la ventana de la habitación de mamá y por último entré en mi cuarto. Ni reparé en los muebles o la decoración y enfilé el camino hacia la puerta del balconcito. Lo abrí, me asomé y me hizo gracia que justo en el edificio de enfrente hubiera un balcón idéntico al mío: un espacio pequeñito en el que si ponías una silla las dos patas traseras quedarían dentro de la habitación y las dos delanteras, fuera, y con la misma barandilla de forja negra. Entre ambos balcones había un árbol y si soplaba mucho el viento las ramas tapaban parcialmente la vista. Esa pequeña masa verde era lo único en que se parecía al paisaje del que disfrutaba en el pueblo, pero nunca tuve nostalgia porque aquel valle le tenía ya muy visto.

Me eché la siesta esperando a que volviera mamá para comer. Me despertó ella llamándome al móvil. Tenía lío en el trabajo y no llegaría hasta bien entrada la tarde. Me dijo que había un par de pechugas de pollo en la nevera, por si tenía hambre. Eran más de las cinco y no había comido nada desde las 7, pero no tenía gana. Deshice la mochila, ordené la ropa en mi nuevo armario, abrí todos los cajones de la casa. Puse la tele. La apagué. Me aburría mucho. Pensé en salir a dar un paseo. Pero tuve miedo de perderme y además hacía mucho calor. Tuve una idea: si Mahoma no iba a la montaña... Arrastré la banqueta de debajo del escritorio hasta el mismo borde del balcón y me senté a ver Madrid. Pero no había nada, sólo cemento, sol que se multiplicaba en los cristales, coches aparcados, una calle desierta, y una ráfaga de viento que, a ratos, traía sonidos inexpertos de piano. Se me saltaban las lágrimas. La soledad es mucho más dolorosa sin una vaca que te escuche mientras la ordeñas, pensé. Estaba allí sentado, con las piernas estiradas, mirando al vacío, pensando que quizá me había equivocado viniendo a Madrid, cuando el aire movió una rama y descubrió en frente de mí un pequeñito par de pies, que terminaban en unas uñas rojas y que salían de unas piernas morenas, suaves y bien formadas que decoraban el balcón clónico en el que me había fijado nada más llegar a casa. Desde mi posición no llegaba a ver más, por mucho que me ladeara y moviera la cabeza, así que le dí una coz a la silla y me senté en el suelo. Ahora sí tenía el campo de visión libre y no podía ser mejor: la chica estaba recostada sobre un cojín marrón enorme, con los pies en el borde superior de la barandilla y la cabeza sobre el quicio de la puerta. La fuerza de la gravedad hacía que el camisón, rosa y amplio, descansara a ras de suelo y que yo, desde mi habitación, pudiese admirar en todo su esplendor los gemelos, los muslos y el trocito blanquísimo de tela que separaba ambas nalgas. Se me vinieron a la cabeza los bollos suizos con nata que había en la panadería de mi pueblo y lo que me gustaba acercármelos a la nariz y sentir su olor a colonia infantil antes de devorarlos siempre según un estricto orden: primero la nata central, que me manchaba toda la cara, y luego el bollo de dentro a fuera. Algo se me tensó en la tripa y pensé que si ella me veía allí, espiándola, me moriría de la vergüenza. Pero no supo de mí porque estaba muy concentrada en leer un libro pese al sol que rebotaba en las páginas y dañaba un poco a la vista. La chica apenas se movía: a veces el pie izquierdo descansaba sobre la rodilla derecha, a veces al revés, cada cierto tiempo bebía agua de una botellita de plástico que había junto a sus chanclas de dedo. Alguna gota se le escapaba y caía en el pecho brillando una décima de segundo antes de ser absorbida por la piel. Cada imperceptible cambio de postura suyo producía un cataclismo dentro de mí y me sentí un necio por haber añorado, minutos atrás, la compañía de las vacas.

Mientras ella estuvo en su balcón yo estuve en el mío. Luego se marchó y yo me tumbé en mi cama, desnudo, a recordarla. En el pueblo no había chicas así de bonitas. Creo que, ni siquiera, había chicas que leyeran un libro. Y me sentí afortunado. Así se lo hice saber a mamá cuando vino, cerca de la medianoche, con su extraño olor a enjuague bucal y sus altísimos zapatos de tacón. Se alegró, me dijo, de que lo hubiera pasado bien pese a estar solo, porque en los próximos días ella iba a estar ajetreada. «Ya te dedicaré más tiempo», me dijo. Y no tuve ninguna prisa por que lo hiciera.

Al día siguiente, domingo, bajé en busca de una panadería para comprar algo para el desayuno. Al salir del portal alcé los ojos, involuntariamente, al balcón de la chica lectora. Allí no había uñas rojas ni muslos suaves, sólo dos pesadas contraventanas marrones de madera que hacían la vez de persianas. Es pronto, pensé, y me fui a investigar por las tiendas. Encontré un horno que vendía cruasanes calientes que se desmigajaban con sólo cogerlos. Compré 10 y me comí la mitad en el camino de regreso a casa. Volví y vi que no había leche en la nevera y, por primera vez, me planteé qué tipo de madre era mamá. Bajé, de nuevo, en busca de leche para el desayuno. Pero yo era nuevo en Madrid y no sabía que en un domingo de julio era imposible encontrar algo abierto, más allá de unas pocas panaderías y farmacias de guardia. Callejeé hasta que me perdí y no vi dónde comprar leche. Como no sabía volver a casa pregunté por la parada de Metro de Quevedo y siguiendo las indicaciones que había recibido me topé con un cartel que decía «ALIMENTACIÓN» en letras rojas sobre un fondo blanco. Vi que estaba abierto y entré: me costó encontrar la leche en las abigarradas estanterías. Cuando fui a pagar me percaté de que la tendera era una mujer china y me quedé helado. Me di la vuelta, dejé la botella en su sitio y me fui. No sabía qué tipo de leche bebían los chinos y no quise arriesgarme.

De vuelta a casa cogí los cruasanes y me los llevé a mi cuarto. Puse la silla en el balcón y miré a la habitación de la chica lectora. Seguía cerrada a lodo y piedra. Comí los cruasanes procurando que las migas cayeran dentro de la bolsa de papel marrón en que me los habían despachado. Al terminar el último me lamí de los dedos las láminas de hojaldre que se me habían quedado pegadas, esperé un par de minutos más a mi vecina y como no hubo cambios en la escena, me fui al salón a ver la tele. No había nada decente que ver y acabé enganchado a Teledeporte: vi una repetición del Cross de Itálica. Cuando terminó, volví a asomarme a mi balcón. Nada. Y de vuelta al salón. Vi un resumen de la jornada en la liga inglesa de rugby. Balcón, sin novedad en el frente. Más tele. Así estuve varias horas hasta que, a eso de las tres se abrieron las contraventanas con estruendo de madera vieja. Tras unos segundos eternos salió ella, con una camiseta blanca de lunares negros que le quedaba grandísima. Llevaba el pelo mal recogido en lo alto del cráneo, los labios pintados de rojo intenso, unas gafas enormes de concha a punto de deslizársele de la nariz al suelo y el teléfono en la mano derecha. Se desperezó y puso el móvil a la altura de su oreja derecha. Madrid dormía la siesta y sus palabras reverberaron en el calor. «Choooo, ¿qué hases? ¿Servesita en La Latina luego? Bueno, dehspuéh te llamo, que ehstoy de resaca, y te digo, ¿vale,  morena?», dijo con el cuerpo vencido hacia delante, acodada en la baranda. La camiseta era tan amplia que pude ver sin mucho esfuerzo sus pechos, pequeños y redondos, apuntando con los pezones al asfalto que se extendía varíos metros por debajo de sus pies. Colgó, se colocó las gafas y fue devorada por la oscuridad de su habitación. Yo volví a mi cama, me quité el pijama con furia y demoré toda la tarde en recomponer en mi mente la totalidad de un cuerpo que había visto en imágenes parciales.

Llegó el lunes y me incorporé a mi trabajillo de cartero. Me explicaron un poco y me dieron un mapa. Poca diferencia entre ser cartero aquí y serlo allá: ir andando empujando un carrito en lugar de la moto, y poco más. Trabajé, volví a casa, me encontré con una nota de mamá diciendo que volvería a llegar tarde y me asomé al balcón. Pero no hubo suerte. Ni al día siguiente, ni al otro, ni el jueves o el viernes. Esas tardes me ponía de mal humor, porque sabía que era estúpido estar allí asomado sin que pasara nada, pero no tenía amigos con los que distraerme y perder así el tiempo me hacía más palpable mi soledad.

Pero por suerte, existían los sábados. Después de comer ella sacaba al balcón su cojín marrón y su libro e invertía la tarde en leer, tranquila, relajada, ajena a que, apenas 10 metros más allá, yo invertía mi tarde en leer cada centímetro suavísimo de su piel, en imaginar la consistencia de sus nalgas morenas en mis manos o en fabricar hipótesis acerca del sabor de su ombligo. Ella leía hasta bien entrada la tarde, momento en el que volvía a su cuarto para preparse para la fiesta de la noche. Muchas veces la veía pasar a través de los cristales, con el pelo negro mojado y sólo vestida por unas bragas, llevando en la mano vestidos que transportaba de un punto a otro de la habitación. Después desaparecía de mi vista por un tiempo y volvía a aparecer al salir del portal, arreglada ya, guapísima, camino de la diversión. Muchas veces pensé en seguirla discretamente, o lo más discretamente de lo que fuera capaz, pero me aterraba que me descubriera. ¿Qué la diría cuando la tuviera enfrente de mí? ¿Soportaría que me insultara? ¿Y si la veía besándose con otro? No, no, no. Sabía que no tenía nada que ganar y, en cambio, podría perder lo único que me alegraba mis días.

Así pasaron varios meses. Me renovaron en el trabajo, mamá siguió siendo una sombra en casa y yo continué sin amigos. Los días laborales pasaban lentos y desagradables como zombies: yo los aprovechaba para prepararme el acceso a la Universidad. Pero cuando llegaba el fin de semana volvía la felicidad a mi vida. La vecina seguía empeñada en leer en el balcón y yo rezaba porque siempre fuera así. Me percaté de la bajada de las temperaturas porque cada vez ella iba un poco más tapada. Al principio me frustró, aunque me di cuenta de que prácticamente cada centímetro de su anatomía estaba registrado en mi memoria: era divertido jugar a imaginarse, bajo las capas de ropa, el código de barras tatuado que le adornaba un costado o el lunar del muslo izquierdo. Tenía su cuerpo, tenía mi cuerpo y una separación insalvable de unos diez metros, nada más. Pero era razonablemente feliz.

Un día de finales de mayo la suerte quiso que tuviera que entregar un paquete en el bloque de mi vecina. Entré al portal y comprobé que el edificio de mi casa y el suyo eran gemelos. Mejor dicho, eran como la imagen reflejada en un espejo: lo que en el mío estaba a la izquierda en el suyo estaba a la derecha. Así, si yo vivía en el segundo B, su casa debería ser el segundo A. Miré en el buzón y el corazón me dio un salto de alegría: «Adriana Faverio Vera». Sonaba bien, sonaba cálido, y a ella le pegaba mucho tener un nombre cálido. De vuelta a casa me topé con el escaparate de una librería y se me encendió la bombilla.

-Buenas tardes. Quiero un buen libro-, dije a la dependienta.
-Estupendo- me contestó- ¿Algo en concreto? Un autor, un estilo...
-No sé, yo no leo-, respondí avergonzado. Noté su cara de desconcierto. - Es un regalo para un chica-, expliqué.
- Ahhh... Algo romántico quizá-. Quedó en espera de mi respuesta. Yo puse cara de pensármelo mucho- Sí, supongo que será lo mejor- concluyó ella, convincente.

Se fue. La vi buscar entre un par de estanterías. Volvió con El amor en los tiempos del cólera, y me lo tendió amablemente para que diera mi aprobación. Yo no tenía ni idea, pero vi que el libro era gordo y que a Adriana le llevaría su tiempo acabarlo. Me lo quedé. Me fuí, pero la dependienta me vio asomar la cabeza por la puerta.

-¿Es demasiado empalagoso?-, grité.
-No, no, tranquilo. Quedarás bien-, dijo guiñándome un ojo.

De vuelta a casa dibujé un pequeño corazoncito en la primera hoja en blanco que encontré en el libro, lo envolví, lo metí en un sobre, puse la dirección postal de Adriana y un sello y lo bajé al buzón de Correos.

Pasé los días siguientes excitado, llegando antes que nadie a la oficina. Entraba y me iba directo a los clasificadores donde los chicos del turno de noche nos habían dejado preparado el reparto del día. Revisaba todo mi material y como no encontraba el libro, fisgaba los clasificadores de los otros repartidores. En una de esas cacé mi sobre, y me lo quedé. Ése día hice el reparto a toda mecha, volando por las calles como si se tratase de una competición o me esperara un premio al final de la jornada. A las 13 ya lo había entregado todo menos el libro. Me fui a mi casa. Me afeité. Me duché, con doble pasada de jabón por cada molécula de mi piel. Me rocié de perfume. Me peiné con una raya escrupulosamente recta y fijé el peinado con una laca que tenía mamá en el cuarto de baño. Me corté las uñas. Planché mi uniforme. Abrillanté los zapatos (siempre iba con zapatillas, pero esta ocasión era especial). Me miré dos millones de veces en el espejo. A las 14:30 salí de mi portal echo un pincel, con el libro latiéndome en la mano derecha. Crucé la calle. Entré a su portal. Subí una escalera idéntica a la que acababa de bajar. Me planté frente a su puerta. Tomé aire. Lo solté. Me quité una gota de sudor de la frente. Tomé más aire. Apreté el timbre. El ding-dong sonó largo, prolongado. Me latía el corazón, mucho. No percibí respuesta. Esperé unos segundos. Volví a pulsar la campanilla. Tampoco hubo respuesta. Me senté en un peldaño de la escalera, desconcertado. No entraba entre mis planes no verla, no comparar su olor de verdad con el de mis pensamientos. Quería llorar. Creo que lloré (sé que lloré, pero poco). Pensé en esperarla allí hasta que viniera. «Qué cartero más profesional», pensaría ella. Sí, sí. La esperaría. Me puse cómodo en mi precaria silla. Respiré. Di vueltas al libro. Me levanté de un salto y bajé las escaleras a todo trapo. «Qué tarado más raro», repetía Adriana en mis pensamientos al llegar a casa y verme allí sentado como un pasmarote, esperándola.

Recuerdo que esa tarde fui incapaz de memorizar ni una sola palabra de mis apuntes preparatorios para el acceso a la Universidad. Sólo me veía a mí haciendo el rídiculo, odiándome por pensar que ella iba a estar allí para mí. Los demás días sucedió igual. Llegó el sábado y pensé que esta vez no me asomaría al balcón. ¡Si ella no quería verme, yo tampoco quería verla a ella! Me quedé en el salón y me obligué a ver bádminton en Teledeporte. Un deporte magnífico, pensé, ¡qué excitante, qué divertido!, me dije.

A los tres minutos salí corriendo hacia mi cuarto y abrí las contraventanas de un violento empujón. Allí estaba Adriana, florecida con el sol del incipiente verano, en camisón, nada más, con su libro y su dulcísimo culo. Ahhh, suspiré, y se me evaporaron todos los malos pensamientos.

Al lunes siguiente volví a repartir todos mis paquetes en un santiamén para poder prepararme para ella. Me engalané, de nuevo, y volé sobre la calle que separaba nuestros portales, mirando, de reojo, su balcón cerrado. Subí los escalones de tres en tres y me planté ante su puerta. Recuperé el aliento. Me coloqué un mechón de pelo que había escapado a la laca. Cerré los ojos dos segundos. Los abrí y pulsé el timbre. Respondió el dilatadísimo ding-dong. Noté el sudor brotando a mares de mis poros. El edificio estaba en silencio. Miré el reloj y pasado el minuto, me di la vuelta, cabizbajo, arrastrando los pies. Cuando iba por el segundo escalón hubo un estruendo de cerrojos abriéndose. Me quedé petrificado. Crujió la puerta al abrirse. «Dhisculpe, señor. ¿Llamó uhsté?», dijo ella con un acento dulce como el plátano de Canarias. Me volví y me planté a un metro suya. Iba en camiseta, blanca y amplia, sin sujetador. Estaba comiendo una manzana. La miré a los ojos y me sonrió con un millón de dientes blancos enmarcados por unos adorables hoyuelos en las mejillas. Me ví en mi mente dándole un manotazo a la manzana, acorralándola contra la pared y besándola como nunca lo habían hecho. Volví en mi ser y, con mucha profesionalidad, como si aquel nombre no resonara en mi cabeza a cada minuto, leí el sobre. «¿Es usted Adriana Faverio?». No esperé a la contestación, porque la conocía de sobra. Alargué la mano y le dí el paquete. «Viene sin remitente», apunté y ella enarcó las cejas como toda respuesta. Me di la vuelta y enfilé las escaleras. Cuando casí alcanzaba el primer piso un «grasias, caballero» me cayó como maná del cielo.

Esa semana anduve muy alborotado. Mamá, el día que se dejó ver por casa, me preguntó que qué me pasaba, que me veía nervioso, y antes de que la pudiera mentir se había puesto a hablar por teléfono con no sé quién. Yo, cada dos minutos me asomaba a ver si mi vecina estaba allí leyendo. Sabía que no iba a ser así, pero cabía una remota posibilidad que yo debía de comprobar. Como no la veía me tumbaba en la cama a recordarla, a pensar en el sabor a manzana de su boca, y se me volvían a tensar todos los músculos del cuerpo. El bendito sábado llegó y me trajo como regalo a Adriana, en su balcón, de nuevo. Casi me da un síncope al ver que entre las manos tenía El amor en los tiempos del cólera... ¡Mi libro! ¡En su regazo! Un trillón de pensamientos explotaron en mi cabeza: a veces nos veía recién casados, otras en cambio me tiraba el libro a la cabeza al pasar bajo su balcón para ir a por el pan y, en la mayoría, hacíamos el amor. Esa misma tarde fui corriendo a la librería de la otra vez y, según me vio entrar, la dependienta preguntó «¿Otro libro romántico, señor?», a lo que respondí que no con la cabeza. Luego rectifiqué levantando dos dedos de la mano derecha. La chica de la tienda dejó escapar una sonrisa irónica y me despachó dos buenos ejemplares.

Al llegar a casa abrí uno de ellos y en la hoja de cortesía dibujé, esta vez, dos corazones. En el otro, pinté tres. Luego preparé los paquetes y los facturé.

Cuando al martes siguiente encontré ambos libros en mi clasificador, me percaté de que no tenía forma humana de saber cuál era el de los dos corazones y cuál el de los tres. Podía, claro, abrir los sobres, sacar los libros y volver a meterlos en paquetes con dos pequeñas marcas en cada esquina. Pero me moría de impaciencia por volver a tener a Adriana frente a mí, así que resolví entregárselos a la vez.
Esa tarde, tras mi ritual de acicalamiento, me coloqué frente a su puerta con los dos paquetes en mi mano izquierda. Apoyé el dedo anular derecho en el timbre y un segundo antes de pulsarlo me quedé congelado. Sin duda ella debe ser muy inteligente, pensé, y con tanto libro como ha leído no tardará en darse cuenta del pastel, proseguí. ¿Y si por entablar conversación me pregunta cuál es mi pasaje favorito de El amor en los tiempos del cólera...? Me invadió el pánico. Preví mi humillación, mi ridículo y huí de allí. No podía arriesgarme a perderlo todo. Tenía que estar preparado, me dije, y corrí a la Biblioteca Pública a buscar la obra en cuestión.

Invertí las tres tardes siguientes, y sus respectivas noches, a empollarme el libro. No salía de mi cuarto ni a cenar. Lo leí una vez muy sesudamente, intentando que cada palabra se quedara grabada a fuego en mi cerebro, y una segunda vez más a la ligera, por confirmar detalles. Cuando me sentí lo suficientemente preparado para aprobar el examen, me planté de nuevo frente a su puerta. Llamé con los nudillos, no sé por qué, y repasé los últimos detalles de la novela de García Márquez. Adriana abrió y el brillo del piercing de su nariz se me clavó en las retinas. Me sonrió con dulzura. «Está de suerte, Adriana», dije con voz grave (y falsa), y puse ambos paquetes a la altura de sus ojos. Ella se encogió de hombros, me arrebató los libros y cerró sin siquiera preguntarme qué pensaba yo del personaje de Florentino Ariza. Pero no bajé la guardia: al salir de su portal anduve camino de la Biblioteca Pública y me hice con un ejemplar de la novela de los dos corazones y otro de la de los tres.

Hubo un cuarto libro, claro. Y un quinto. Y un sexto, porque yo comprobaba con fruición que los sábados ella salía al balcón con mis regalos entre sus manos. Al entregarle el que tenía siete corazones pintados ocurrió algo pasmoso. Adriana cogió el sobre e inspeccionó cada centímetro del mismo. Hizo un adorable mohín con la cara y me preguntó: «Oiga, caballero, ¿hay manera de saber quién me manda ehsto?». Quise decirle que era yo, que todo el mérito era mío, que me tenía para lo que quisiera... Pero no lo hice. En cambio negué con la cabeza, hice un gesto de impotencia con las manos y le dije que lo sentía.
Pasaron un montón de libros sin que cambiara nada más que el clima, la longitud de su cabello y el modelo de camiseta en el que me abría la puerta. Su educada sonrisa llegaba siempre fiel a la cita y, nunca, nunca, nunca, llevaba sujetador cuando me recibía. Pensé en regalarle uno, como si de una baliza de control se tratara: si tras recibirlo lo llevaba la siguiente vez que fuera a hacerle una entrega, es que me había descubierto. Si no, es que seguía en el anonimato. Llegué, de hecho, a comprarle uno negro, de encaje, muy bonito. Pero me arrepentí. Quizá algo tan íntimo la asustara y la próxima vez ya no quisiera recibir más libros de ése vicioso que le regalaba ropa interior. Como me dio pena tirar el sujetador decidí meterlo en el hiperpoblado cajón de la lencería de mamá.

Al darle el de los 21 corazones, Adriana me sonrió más de lo normal.

-¡Qué bien peinado que me va siempre uhsté! ¡Y qué bien afeitado! ¡Así da guhsto!- dijo ella, sin darle importancia a la bomba que estaba lanzando.

Diría que me quedé congelado, pero el humo que emanaba de mis orejas denotaba que mi temperatura había alcanzado varios cientos de grados. No dije nada. No reaccioné. No me moví siquiera. Entonces ella me frotó con su mano derecha el antebrazo izquierdo, como queriendo insuflarme la vida que había perdido. Volví en mí.

-Gracias-, acerté a decir. Y tras unos cuantos segundos añadí:- ¡Guapa!

Cuando ella cerró la puerta sopesé seriamente la opción de tirarme por el hueco de las escaleras como única manera de vencer la vergüenza que me invadía.

Así, entre libros y balcones, vinieron muchos días y luego se volvieron a ir hasta que llegó ayer por la noche. Trataba de dormir cuando una idea ocupó todo el espacio de mi cerebro como un airbag que explota en un coche demasiado pequeño. Me levanté y encendí el ordenador. Descarté un par de inicios demasiado cursis y bobalicones hasta que di con algo que me gustó. Tecleé y tecleé y las palabras me trajeron hasta aquí mismo.

Ahora lo imprimiré. Lo graparé, dibujaré 28 corazones, lo meteré dentro de un sobre sin sello y te lo entregaré en mano.

Adri, ya sabes quién te regala los libros. Soy yo, el cartero repeinado. El que te acaba de dar esto hace unos minutos. El que espera sentado en tu escalera a que abras la puerta y me invites a pasar y a comerme una manzana.