02 septiembre 2005

El cuento de un muerto

Empezaré a contar mi historia desde el principio, que es el fin. El asunto empieza cuando mi vida termina. Estaba hasta los cojones de vivir, así que decidí suicidarme. Ahorré un poco (hasta para morir en condiciones se necesita dinero) y me compré una de esas escopetas tan bonitas que venden en el Hipercor de San José de Valderas, según entras, a la derecha. Pensé en tomarme un kilo de pastillas pero al final pasé porque me iban a acabar jodiendo el estomago, que lo tengo muy delicado.
Esperé a quedarme sólo. No era plan tener espectadores cuando esparciese los sesos por la pared. Un tiró bastó, no es que tenga buena puntería, es que hasta ese momento tenía la cabeza bastante grande.

Ahora empieza lo gracioso. Como había oído que los suicidas cabrean bastante a Dios (le jode que le salgan humanos autodestructivos, como los mensajes de los espías de la tele), fui directo al infierno. Empecé a rellenar los impresos de la solicitud de ingreso en el averno (hasta en esas latitudes hay burocracia) y, al rato, una funcionaria me dijo que Su Excelencia Satanás me esperaba en su despacho. ¡Coño!, un poco de canguis si que sentí.
El jefazo del infierno quería hablar conmigo para explicarme, por raro que parezca, que no era admitido en sus dominios. Más o menos dijo que yo no había sido lo suficientemente malo para estar allí. Basó su argumentación en un documento que sacó de un pequeño archivador colindante a la mesa de su despacho. Era mi historial. Se puso las gafas de leer (sufre vista cansada, ya sabéis, toda la eternidad es demasiado para unos ojos) y repasó mi vida. “Chavalote –dijo Satán- tu eres un mierdecilla. Tú no puedes estar aquí. Poca violencia, ningún robo, buenas notas y poco de esto –dijo mientras acompañaba las palabras dibujando con las manos la silueta de una mujer-. Fuera de aquí”.
Al terminar me acompañó hasta la puerta del infierno y, de una patada en el culo (el mamón se podía cortar las uñas al menos), me mandó derechito al cielo.

La verdad que estaba flipando un poco, pero no dije nada y me dirigí al paraíso. Por el camino me resigné a vivir eternamente recostado sobre nubes mullidas rodeado de beatos y beatas cargados de virtudes (teologales, por supuesto). Llegué a las puertas de la gloria. La verdad es que me dio un poco de pena San Pedro, el pobre cargando toda la eternidad con esas llaves de plomo del tamaño de una raqueta de tenis.
Directamente me recibió Dios, no es que quiera dármelas de importante, es que allí no hay funcionarios, por algo se llama paraíso. Al principio no le reconocí (esperaba encontrarme con un triángulo cíclope) pero al rato me convenció de quien era y me condujo a su despacho (alucinaríais si supierais lo que se parecen las oficinas de Satanás y de Dios. Para ser tan opuestos tienen gustos muy similares). El Altísimo no necesitó ponerse gafas para leer mi currículum, el todo lo ve. Y, como si me estuviese tomando el pelo, me dijo que no podía aceptar mi ingreso en el cielo.
“Mozalbete, esto está reservado para los grandes corazones. Para gente que amó mucho y fue muy amada a su vez. Y tú no conseguiste ninguna de las dos ni de coña. Tú fuiste un puñetero pasota al que sólo le corría horchata por las venas… ¡No eres digno de mi paraíso!” Cuando dijo esto último me dio la impresión de que se lo tenía un poco creído, pero no me atreví a decir nada. Lo que sí le dije fue que ya me habían echado del infierno y que, como habían clausurado el Limbo por no reunir las condiciones humanitarias para pasar allí la eternidad (el Limbo era algo parecido a la base militar de Guantánamo, pero con almas en lugar de talibanes), se tenían que poner de acuerdo para darme un destino definitivo (definitivo está muy bien usado cuando te refieres a lo que queda de eternidad, ¿no?).
Dios, lo diré abiertamente, me puso cara de mala hostia. Por lo visto, estos temas son muy complicados y a él le da mucha pereza resolverlos.

Después, vinieron muchas horas de altas negociaciones diplomáticas. Los representantes de lo más alto y de lo más bajo no lograron ponerse de acuerdo sobre con quien me quedaría. Ambos bandos decían que si me aceptaban perderían mucho prestigio. Al final, los embajadores decidieron quitarse el muerto de encima, es decir, a mí y pactaron una reunión entre sus dos jefazos para que zanjaran el tema.
Yo, que andaba por allí fisgando durante las conversaciones, me di cuenta de que no se llevan muy bien cielo e infierno entre ellos. A cualquier cosa que proponía uno el otro se negaba, simplemente, por tocar las pelotas. Así de simple. Uno proponía el Asador Donostiarra para la reunión y Dios decía que la comida vasca no le convencía, que le repetía el ajo, o algo así. Cáceres, Cuba, Québec. Nada, no se ponían de acuerdo. Y a mí, que ya me empezaban a poner enfermo con sus tonterías, se me ocurrió algo. Les propuse que se reunieran en Aluche, un barrio tranquilo donde pasarían completamente desapercibidos, allí hay gente con pintas mucho más raras que las suyas. Además, no deberían preocuparse por la prensa porque nunca en ese barrio hubo un sólo periodista con talento, así que tendrían toda la intimidad del mundo. Les hablé de un parque, con césped, bancos y palomas donde podrían sentarse a charlar. Como, en el fondo, tienen almas de jubilado, aceptaron.

Al domingo siguiente bajó uno y subió el otro hasta Aluche. Se saludaron amistosos (hipócritas) y se fueron dando un paseo hasta el parquecillo que hay cerca del Metro, detrás de la gasolinera. Allí, en un escaño de madera en el que un adolescente grabó con navaja tiempo atrás su amor “a la Jessi”, tuvo lugar la negociación. Pero ambos seguían tan tiquismiquis como siempre y no me daban destino alguno.
Los guardaespaldas de ambos estaban hasta las narices de sus jefes, como es normal, y acabaron acercándose a una cancha de fútbol sala que había por allí cerca. Sobre el cemento rojo se encontraban el Cuzco y el RF 2000, los dos mejores equipos del barrio, jugándose la Liga. El partido estaba empatado a 5 a falta de 4 minutos y la emoción les cautivó. De reojo, cada vez menos, los seguratas miraban a sus clientes, que discutían alegremente, como un matrimonio.
A falta de 20 segundos para el final del encuentro, Chemi, delantero del Cuzco, resolvió con su magia habitual el encuentro. El escándalo que montó la celebración de la hinchada bermellona ahogó los gritos de pánico de Dios. Los guardaespaldas terminaron de ver el partido y regresaron al banco discutiendo de fútbol. Cuando llegaron se quedaron helados, la sangre corría espesa por el cuello inerte de Satán y de Dios.
Así que Yahvé y el Demonio murieron un domingo soleado en el único atraco en los últimos 22 años de la historia de Aluche. Yo no fui a su entierro, porque por sus tonterías de pareja mal avenida todavía ando pululando por ahí, sin una maldita cama en la que descansar hasta el fin de los días.