04 febrero 2011

Mi colección de momentos

Son varias las veces en que, en el estruendo de teléfonos sonando, personas gritando y manos tocando un piano afónico que es la redacción de mi periódico, he visto al Coronel Aureliano Buendía deambular con paso calmo entre los ordenadores y mirar con extrañeza un mundo que ya no se parece en nada al suyo. Si el viejo militar está de humor, se acerca a mí y, con una mano apoyada sobre mi hombro derecho y la otra en el sable que completa su traje de gala, me cuenta que frente al pelotón de fusilamiento sólo era capaz de recordar la tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. No son menos las ocasiones en las que, si veo a unos jóvenes atendiendo con dulzura a su bebé, una nana expulsa de mi cabeza cualquier pensamiento. Y canto : “Quítate de la esquina, chiquillo loco, que mi madre no quiere, ni yo tampoco”, mientras me acuerdo de mis padres, con más pelo y menos kilos que ahora, recitando a Rafael de León.

Otras, en el metro, en un pub, en el banco, se me hace la boca agua recordando las naranjas, dulcísimas, que derribábamos a balonazos en el parque de mi vecindad cuando siendo críos nos cansábamos de emular, hora tras hora, a Butragueño unos y a Futre otros. Las frutas, siempre, dejan paso a aquella cartera (de polipiel y sin pesetas dentro, agujereada en un extremo para poder pasarla un hilo de pescar casi invisible) con la que tomábamos el pelo a los transeúntes haciéndola aparecer y desaparecer. Pasatiempo que, a decir verdad, inventamos cuando la dueña de la tienda de chucherías del barrió cerró el negocio convencida de que se había quedado demasiado sorda como para atender al público. Creo que nunca sospechó que, al pedir las golosinas, bajábamos la voz por debajo de lo perceptible por la pura e inocente diversión de ver enloquecer a alguien delante de nuestras narices infantiles.

En días tristes, de cielo gris y nubes negras, busco entre la gente a aquella amiga de infancia que se fue a Lisboa y nunca más volvió. O pienso en comerme la aceituna más gorda para que sea cierto aquello que decía mi abuela en el único que chiste que se sabía. Cuando el sol domina la panorámica, mi cuerpo se queda fijo en donde esté, pero mi alma vuela hasta Cullera, quizá porque mi niñez sigue jugando en su playa... o porque allí sentí por primera vez el placer de arrebatarle al mar sus frutos, escurridizos y plateados... o tal vez porque en un banco de su paseo marítimo sigue sentado ese adolescente que fui, montado en la montaña rusa de una primera borrachera. Cuando aparece en mi boca un sabor dulce y la lengua se me queda fría, sé que mi alma ha cambiado Cullera por Ipanema y que ha vuelto a pagar dos reales en un puesto de la playa por un coco helado. Cuando, simplemente, tengo ganas de reír y bailar y saltar y jugar y entrar y salir y volver a entrar, comprendo que esta vez el sol me ha devuelto a Caños de Meca. Y, climatologías a parte, si una chica sonríe con la malicia suficiente me vuelvo a ver en aquel cuarto de baño en el que descubrí el sabor de los labios.

Entonces, cuando sobreviene uno de esos momentos, muero por tener cerca un ordenador. O una libreta. O una mísera factura y un boli roto. Para escribir, tejiendo recuerdos, una obra maestra. Y forrarme, claro. Amontonar millones y millones para no volver a trabajar. Así, podría irme en otoño a revolver el suelo de los pinares en busca de níscalos. Y cuando acompañara el clima, jugaría, otra vez, algún que otro partidito en el Calderón, o me daría el gustazo de temblar, desde el centro del campo, ante la histórica monumentalidad de Maracaná. En días sueltos, entraría en una tasca lisboeta a refrescarme con vinho verde o invertiría todas las horas necesarias hasta encontrar, por los recovecos de Ámsterdam, aquel queso con corteza de jamón que me hizo tan feliz. Por supuesto, me aprendería de memoria 100 años de soledad así como los cuatro millones de recetas con las que mi madre, con el sentido práctico de las amas de casa, rellena cualquier hueco libre suelto por mi casa para que no lo habite el polvo. Y con mi sombrero rojo de topos de colores me iría, silbando como un delincuente, a recorrer mundo para generar nuevos recuerdos con los que reconstruir mi fortuna cuando ésta llegara a su fin.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué bueno Jose!!!!. Me ha encantado. Un sueño que a muchos también nos gustaría. De hecho, me conformo con dos meses cada año.Además, muchas de las historias las puedo narrar en primera persona... o por lo menos como narrador en primera persona

Buen recorrido entre Márquez y Serrat

josevi dijo...

Gracias, amig@ anónim@!!!!!!