27 abril 2005

ALGO MÁS COMÚN QUE EL AMOR

El sol del mediodía atravesó los cristales del vagón y se multiplicó al rebotar en el blanco del papel hasta molestar a la vista. Saúl entornó los ojos, miró Notas de Prensa y no pudo evitar pensar que García Márquez escribía con luz y no con la tinta triste que utiliza el resto de la Humanidad. Cerró el libro, con el dedo índice dentro para no perder la página, y esperó a que se terminara el tramo de Metro que transcurría al aire libre de Madrid para poder seguir leyendo. Levantó la vista y se sobresaltó al encontrar sentada, justo enfrente de él, a Remedios la bella, la bisnieta de José Arcadio Buendía y Úrsula. Saúl era ateo – “no creo en Dios, creo en Serrat”, dijo un día – pero rezó para que Remedios no ascendiera allí mismo al cielo sin tener la oportunidad de, al menos, hablar un segundo con ella. ‘Yo te conozco, tú eres Remedios la bella’ dijo absolutamente convencido. ‘No sé qué dices, pero gracias por el piropo. Yo sí que te conozco a ti, estudias Periodismo en la Paquito, como yo’ respondió la chica con una deliciosa sonrisa burlona. Con la conversación Saúl supo que no era la descendiente de los fundadores de Macondo, sino Ester, una alumna de Tercero, un par de cursos menos que él. ‘¿Seguro que no sabes de lo que hablo? Llevas 100 años de soledad en la mano’, replicó él. ‘Ya, pero acabo de empezarlo esta mañana’, respondió ella, como pidiendo disculpas. ‘Ahh…pues cuando llegues a lo de Remedios me avisas, ¿vale? Yo me bajo ya, espero verte en la Facultad’ Por una vez odió llegar tan rápido a Aluche. Caminó embobado a su casa sin percatarse de que todavía llevaba el dedo entre las hojas de Notas de Prensa y el peso de las palabras le estaba empezando a cortar la circulación.

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Los días se le fueron enredando primero y deshaciendo después sin que Saúl supiera nada de Ester, la bella. Con el tiempo llegó a la conclusión de que todo había sido una mala pasada del viejo Gabo, que aquello no había sucedido en la realidad sino en el mundo mágico pero absolutamente creíble de las palabras de García Márquez. Él creía que Macondo existía, con sus almendros, sus relojes de cuerda, sus pescaditos de oro y creía en las muertes momentáneas de Melquíades porque era imposible que nadie crease un mundo así sólo con la imaginación y el uso casi irreal de las palabras. Acostado en la cama y con la almohada doblada sobre si misma para leer mejor las historias del Nobel colombiano, solía sorprenderse al percatarse, de repente, de su propia existencia, porque la consciencia se le derretía al sol de las palabras de García Márquez. Saúl se olvidaba de que existía porque era víctima del sortilegio que G.G.M elabora en cada texto. Por ello pensó que el encuentro con Ester lo había leído, y archivó en su memoria el episodio del vagón como si fuera una más de aquellas singulares notas de prensa que andaba disfrutando aquel día, como la historia increíble de la misteriosa negra que vendía jengibre a pie de pista en el aeropuerto de Paramaribo y que continuaba en el puesto 22 años después (‘Caribe mágico’) o la de la bibliotecaria que escribió el mejor diccionario en los huecos libres que le dejaba el remiendo de calcetines (‘La mujer que escribió un diccionario’).

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Fernando y Jorge, como de costumbre, no daban abasto tras la barra de la cafetería de la Universidad y Saúl esperaba su turno con el peso del cuerpo haciendo sufrir a los codos y la mirada triste de los desilusionados. Notó que una mano dulce le acariciaba el descuidado pelo del cogote, se giró y recibió un beso disparado a bocajarro que le anudó el alma. Saúl supuso que el soplo de vida que recibió Adán debió ser algo parecido. “Acabo de llegar a la parte de Remedios la bella. Te tengo que gustar mucho porque soy tirando a fea. Jorgito, guapo, ponme dos cafés con leche”. Fue la primera de las infinitas veces que Ester arrastró a Saúl sin tener que hacer fuerza hasta una mesa en la esquina del comedor. “Nuestra primera cita y pago yo los cafés. Creo que eres un chico que no me conviene” dijo mezclando las últimas palabras con una risotada que dejó sin terminar un beso a traición, como una venganza dulce. “Si no la acabara de notar en la campanilla diría que te ha comida la lengua un gato”, anunció Ester con una sonrisa que, desde aquel entonces, a Saúl le pareció eterna. “Es que todavía no me creo que estés aquí, que seas real” dijo él muy despacito, como andando entre tinieblas. “¡Los cojones no voy a ser real! ¡De Carabanchel, majo!” Se indignó, pero poco, ella. “¿Todo esto porque te confundí con Remedios la bella?” Inquirió él. “Nooo… o sí. Bueno, no sé. Yo ya te tenía echado el ojo, por eso me senté enfrente de ti en el Metro. Pero lo de Remedios me encantó no sólo porque me consideres tan bonita, sino porque yo también tengo un lío entre lo que es real y lo que ha escrito García Márquez”. En ese momento ambos supieron que, más que la certera enfermedad del amor, les había unido algo más común que ésta: el trastorno producido por la mejor, más precisa y más imaginativa utilización que nunca se había dado a las palabras y a la que había sucumbido una legión de lectores más allá de las fronteras de Colombia, desde gente sin sensibilidad como los políticos hasta los delicados pastores de cabras.

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Cariño, hoy hace dos meses que estamos juntos y ya sé que me vas a regalar” comentó Saúl pícaramente mientras jugaba con el mechón de pelo que siempre se le quedaba suelto a Ester en la nuca. “A ver espabilao, ¿ por qué supones que te voy a regalar algo?”, respondió ella con una sonrisa en los ojos. “Porque estás loquita por mí. El regalo es que te leas ‘Notas de Prensa’ y me ayudes a hacer el trabajo de Redacción para Gabriel. Y yo te voy a regalar…‘Notas de Prensa”, anunció Saúl a la vez que sacaba el libro de la mochila. “Así me gusta, guapo, que me salgas barato. ¿Cuándo empezamos?”, respondió ella enérgicamente. “Dentro de una semana, así te da tiempo a leer el libro. Un día que tenga clase de Redacción nos venimos a la ‘cafe’ y lo hacemos. No creo que a Gabriel le importe que haga pellas por hacer un trabajo para él”.

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Jorgito, guapo, ponme dos cafés con leche” era el prólogo invariable de cada reunión de Saúl y Ester. “Hasta las cuatro de la mañana leyendo, por tu culpa, bueno no, del libro”, dijo Ester antes del habitual beso de saludo. “Ahh…se siente”, rió él. “¿Qué es lo que hay que hacer con el libro?”, preguntó la chica. “Decir qué es lo que cuenta y cómo se cuenta”, dijo Saúl con problemas porque a la vez que hablaba ella trataba de quitarle una miga que se le había agarrado a la barba de forajido. “¡Buah! Eso es imposible”, sentenció Ester. “¿De qué habla? De todo: del amor, de Hemingway, de las prótesis sexuales, del periodismo, de Los Beatles, de los ascensores de miércoles. Pero lo jodido es decir como se cuenta. Es más fácil convencer a alguien de la cuadratura del círculo que explicar cómo escribe García Márquez”, prosiguió la chica con un ademán de infinita desesperación. “Lo mismo pienso yo. Por más que me fijo no consigo sacarle el truco, es como Tamariz pero a lo bestia. Leo y releo y no logro saber como hace para ir y volver en el tiempo, adelante y atrás, sin que te marees con tanto vaivén. O cómo consigue que cada palabra sea una consecuencia lógica de la anterior, cómo si escribiera 2+2:4” y mientras hablaba recalcó lo que decía con un inocente juego de manos con una moneda de las vueltas del café. “Ya, pero lo mejor de todo es que escribe tan bien que si dijera que dos más dos, veintitrés, también colaría.” replicó ella un segundo antes de arrebatarle la moneda y guardársela en el bolsillo del vaquero. Ester hizo un ademán para continuar la conversación pero un dedo de Saúl se posó en sus labios con toda la suavidad del amor impidiéndola hablar. “Anoche leí ‘Recuerdos de un periodista’ y me encantaría que tu y yo viviésemos juntos esa preciosa aventura guatemalteca. Claro, que tu serías Masetti y yo García Márquez”, confesó Saúl desternillado por dentro al pensar en el cabreo de Ester por el papel que él la había asignado. “¡Que cabrón! Tú, por si acaso, pidiéndote el bueno. Eres un listillo”, espetó Ester en uno de sus innumerables enfados blandos sin ira ni mal humor. “Claro, niña. A ti te va más el papel de jefe y, además, estarías muy fea con el bigotón de Gabo”, se defendió él. “Tú sí que estás guapo cuando no dices tonterías. Bueno, a lo que íbamos. Hace un rato se me ocurrió una idea un poco ñoña pero a lo mejor te sirve para el trabajo. Estaba leyendo ‘Viendo llover en Galicia’ y he llegado a la conclusión de que Santiago de Compostela y el milagro de las piedras florecidas, como dice él, ya son eternas. Aunque un incendio destruyera la ciudad, Santiago existiría siempre porque cualquiera que lea ‘Viendo llover…’ estará disfrutando de sus calles igual que sus nativos. No sé, creo que si García Márquez escribe de ti, ya seas persona, institución, ciudad, canción o cosa, habrás alcanzado la inmortalidad”. Al decirlo dejo ir un suspiro que parecía de alivio por haber confesado un gran secreto. “¿Ñoña? Eres la mejor, ¿lo sabes?”, dijo Saúl y luego la besó como entregándola la vida.

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Saúl se sentó en el escritorio y no en el ordenador porque pensó que escribir una carta en la computadora era algo muy frío, como redactar una factura. Estiró el cuello y empezó a escribir casi sin pensar:
Estimado Gabo:

Empezaré pidiéndole perdón por la insolencia de llamarle así pero, de alguna manera, llevas los 22 años de mi corta existencia metido en mi dormitorio, por lo que creo que hay confianza. Sólo quería que supieras que mi novia, Ester, ha descubierto tu secreto: tienes la llave de la inmortalidad en tus manos, mejor dicho, en tu máquina de escribir y a cambio de soportar tan colosal carga los duendes te recompensaron con el don de la palabra perfecta, siempre exacta. La quiero y quiero que sea eterna. Por favor, escribe sobre ella. Nuestra relación empezó el día que la confundí con Remedios la bella en el metro de Madrid. Ella……
Saúl Cataberría
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Nunca antes ni nunca después, ni siquiera cuando la felicidad le premió con un par de hijos, Saúl estuvo tan nervioso. Sabía que era protagonista de un milagro y no sabía si a Ester le iba a hacer tanta ilusión como a él. Esperaba su turno despanzurrado sobre la barra de la cafetería, con todo el carnaval de Río de Janeiro haciéndole cosquillas en el estómago, cuando notó su nombre en la voz que hubiese oído en mitad de un bombardeo. “Saúl, Saúl” gritaba Ester con dos faros de alegría en los ojos mientras bajaba la escalera de un salto con ‘El País’ en lo alto del brazo. “¡Saúl, guapo, García Márquez ha escrito una columna de opinión hablando de una tal Ester y su novio Saúl! ¡García Márquez ha escrito sobre nosotros!”.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Sabes, nunca he leido a García Márquez, pero ahora me apetece.
Sabes, nunca he leido a García Márquez, pero creo que algún dia serás mejor que él.

Anónimo dijo...

Aqui el brother se pasa un pokito.
Has mejorado, pero no te veo a la altura de Gabriel, de hecho no te veo a la altura de nadie.
Cuida tu léxico, utiliza un lenguaje menos "apañado" y esribe sin pensar tanto en lo que pones, se denota un forzado intento por agradar al lector, y eso nunca es bueno.
Saludos,

Anónimo dijo...

Yo, al igual que Tu hermano, no he leido a García Márquez (y no ha sido por no intentarlo, pero... no me convence) y aunque sigue sin apetecerme, tu historia puede llegar a ser hasta romántica :)

Lo siento, no pude esperar más para leerlo, y la cena ya me está esperando, pero como te acabo de decir: sarna con gusto no pica.

Hasta el próximo cuento!